Asuntos de Estado (I)

           
 2 de Enero de 1890, París

Sadi Carnot aseguraba que su popularidad como presidente de la III República Francesa se debía a los sabios consejos de la bruja. Jules, por su parte, estaba seguro de que si el pueblo algún día se enteraba de la asiduidad con la que sus gobernantes buscaban los consejos de una charlatana, el alzamiento sería inminente. Cada vez que en los descansos de la Asamblea oía el nombre de Solange Levallois, se veía en la plaza de la Concordia íntimamente abrazado a una resucitada Madame Guillotine. Y un buen día de diciembre, sucedió lo que más había temido: tuvo el honor de que le nombraran mensajero.
Y es que la bruja no hacía adivinaciones frente a la persona que lo solicitaba, sino que requería la presencia de un tercero, una persona ajena a la lectura que no sólo tenía el placer de verla en acción, sino que además corría con todos los gastos. Gracias Marie François Sadi Carnot, president, mon president.


No tenía aspecto de bruja; eso fue lo primero que pensó Jules al verla. Claro que nunca había visto una bruja antes, por lo que solo podía basarse en las descripciones creadas en la superstición. Ninguna de ellas le había preparado para Solange Levallois.
Frente a las historias de hechiceras viejas, sucias y verrugosas, la Levallois disfrutaba de una juventud asombrosa y una belleza deslumbrante. El vestido de seda verde esmeralda con bordados en negro, realzaba su piel blanca y dejaba a la vista que aquella mujer no era amiga ni de modas, ni de corsés. Llevaba el pelo suelto hasta la cintura, con tan solo unos mechones recogidos en las sienes, de un negro tan profundo que rivalizaba con el del encaje que la adornaba. Pero eran los hoyuelos que aparecían con su sonrisa los que le daban el aspecto de una niña traviesa y no la hechicera que todos aseguraban que era. Eso o que la escena que pudo captar nada más abrir la puerta, fue la de una bruja risueña que salía a su encuentro con la mano derecha extendida; impecablemente vestida —como era un caballero, no se había fijado en la falta de corsé—, pero descalza.
—Buenas tardes, monsieur
—Fournier, Jules Fournier. A su servicio madame.
—Todo un caballero, debí suponerlo —la mujer ladeó la cabeza y le escrutó con sus increíbles ojos verdes—. Carnot siempre me envía caballeros.
La manera en la que le dejó plantado en el vestíbulo y caminó hacia una sala que se perdía tras el pasillo, le hizo intuir que aquella apostilla no era precisamente un halago. Jules dejó el abrigo, la bufanda, los guantes y el sombrero al mayordomo y siguió a la muchacha.
El cuarto al que le precedió, y el que supuso sería su sala de adivinación, tenía su encanto. El suelo estaba plagado de alfombras orientales y de las paredes pendían brocados y terciopelos que habrían hecho las delicias de cualquier aristócrata del siglo XVIII. En el centro se alzaba una enorme mesa redonda de palisandro taraceado en nácar. La rodeaban ocho impresionantes sillas de estilo imperio. Varios candelabros de bronce se diseminaban por la habitación y un par de incensarios derramaban su esencia. Aquel lugar olía a palo santo, igual que su dueña.
—Poneos cómodo, monsieur Fournier, voy a prepararlo todo.
Fue una manera sutil de decirle que se había percatado del escrutinio y que sabía que le había impresionado. Una doncella  entró con una bandeja y le sirvió una copa junto a un diván. Era una muchacha bonita de rosadas mejillas y aspecto inocente. Le dirigió una sutil sonrisa antes de salir y él se la devolvió. Mientras, Solange sacaba una caja envuelta en terciopelo púrpura de una consola. Con ella fue a la mesa y Marc se preparó para observar en silencio el ritual.
—¿Habéis pasado unas buenas Navidades?
—¿Perdón?
Madame Levallois le otorgó una sonrisa torcida y extendió el terciopelo encima de la mesa. Después colocó dos portavelas en el centro separadas por más de un metro de distancia.
—Disculpadme, sólo pretendía conversar —e importunarle todo lo posible, por lo visto
—En efecto, fueron buenas. ¿Las vuestras? —preguntó por cortesía.
—¡Oh, fueron fabulosas! Me invitaron a un baile en Montmartre —le lanzó una pícara mirada y continuó en un susurro—. En un molino.
Jules se atragantó con el licor y tuvo que toser un par de veces antes de que el aire volviera a pasarle a los pulmones. Esperaba que su rostro no mostrara todo el horror que sentía. Pese a ser un hombre de gustos liberales, no creía que las damas debieran pisar el Moulin Rouge. Pero claro, Solange no era una dama, era una bruja. La baraja del Tarot que dejó entre los candelabros fue solo una reafirmación de lo que ya sabía. Y los hoyuelos con que le delitó su anfitriona dejaron patente que si tenía intención de dedicarse a la política, más le valía practicar su cara de póker.
—Veo que no charlaremos mucho más —la mujer se sentó en la única silla que destaba sobre el resto por su robustez y su sencillo tapizado—. Ya podemos empezar.
Jules se removió incómodo en el diván y observó a su alrededor con aprensión. No le apetecía ver cómo la bruja dirigía toda la sesión de adivinación, pero aún así se dispuso a acomodarse frente a ella.
—No es necesario que os levantéis —le detuvo con un movimiento de los dedos—. Dada vuestra predisposición, me hacéis el mismo servicio ahí sentado.
A Jules le divirtió su descaro, quizá porque tras los pocos minutos perdidos junto a ella, lo esperaba. Se sentía más cómodo cuando era capaz de predecir el próximo movimiento de su interlocutor.
—¿Creéis que mi disposición no es conveniente?
—Yo diría nefasta, pero no tenéis que preocuparos. Soy una profesional y cumpliré con mi trabajo.
Jules sonrió ante su mordacidaz. La Levallois parecía disfrutar acicateándole y Jules empezaba a entrar en materia. Así que consintió en permanecer en el diván, pero solo porque sus cabezas quedaban casi a la misma altura.
—Me quedaré aquí entonces.
—Empecemos de una vez.
La vio erguirse en la silla y toda la ventaja que había creído ganar, desapareció ante su gesto de determinación. Solange tomó las cartas y empezó a barajar. Sus ojos no se apartaron de él en ningún momento; dos focos verdes en los que había anclado toda su atención. La luz de la estancia pareció atenuarse con cada latido del corazón, que se fue sincronizando al movimiento de sus manos; blancas, marfil contrastando con el azul cobalto del anverso de los naipes. Las pupilas de la mujer se dilataban poco a poco y Jules imaginó que aquella mirada se clavaba en un lugar oscuro y profundo en su interior.
—¿Cuál es la pregunta de monsieur Carnot? —la voz de Solange, antes tan común como la de cualquier otra mujer culta de París, se derramó sobre sus sentidos como un poderoso hechizo. Se sintió febril, asaltado por la abrumadora certeza de que aquella hechicera le había hecho la más inofensiva de las preguntas, pero que de la misma manera podría haberle ordenado que ingiriese una dosis de cicuta y él la habría obedecido.
Durante una eternidad, su conciencia luchó por encontrar sentido a sus palabras y no a la belleza hipnótica de su tono. Aspiró una bocanada de aire, pero fue su esencia la que inundó sus pulmones; dulce e intensa como los aceites que se quemaban en las esquinas de la sala. Sus ojos no se apartaban de él y sus labios, que ahora apreciaba gruesos y rojos modularon un nuevo asalto a sus terminaciones nerviosas.
—La pregunta, Jules Fournier —y su nombre en la boca de aquella mujer fue una caricia que no llegó a despertarle del todo del trance que habían creado sus movimientos.
—El Señor Presidente desea saber qué le depara este año. ¿Su carrera seguirá igual de fulgurante o por el contrario, los enemigos de la República sembrarán la discordia en el país?
En su estado de semi-hipnosis inducido por Dios sabría qué, a Jules le pareció escuchar un «valiente estupidez». Pero en aquel momento no estaba seguro de nada que no fueran sus manos inquietas y aquella voz de terciopelo que empezaba a provocarle hormigueos en los muslos. Entonces, el vaivén de sus muñecas se alteró y una a una las cartas se fueron mostrando sobre la mesa.
—Carnot no tiene que preocupare por la popularidad de su gobierno. Siempre habrá enemigos de Francia, pero tomará sabias decisiones que seguirán granjeándole el cariño del pueblo.
La adulación siempre funcionaba, pensó Jules aún medio en trance. Si sus palabras eran ciertas o no, solo el tiempo lo diría y para entonces aquella mujer ya se habría hecho con una fortuna. La vio llevarse el dedo índice a los labios rojos y una fina arruga apareció entre sus cejas.
—Que se cuide de los que creen que solo su sangre es pura —Solange levantó la mirada de las cartas y la fijó en él—. No sé si eso tiene algún sentido para vos, yo no le encuentro ninguno.
Sorprendentemente, Jules sí se hacía una idea de lo que podía significar, pero mantuvo la boca cerrada. La mujer hizo un mohín y volvió a ignorarle por completo.
—También tendrá que ser cauteloso con las noticias que recoja del extranjero y los negocios que allí puedan interesarle —sacó otras dos cartas que pareció colocar muy juntas—. Lejos de aquí. No en Europa —arqueó una ceja y le observó de nuevo—. ¿América del Sur?
«Panamá» pensó, pero tampoco dijo nada esta vez. Solange colocó la bandeja a un lado y cruzando las manos frente a ella, centró en Jules toda su atención.
—Poco más me dicen las cartas. Ha sido una pregunta muy amplia, con demasiadas variables. Nada en lo que poder concretar. Así es difícil hacer predicciones.
Jules sonrió con malicia—: Y yo que pensé que así sería más sencillo.
Solange sonrió también—: Por supuesto que lo pensasteis, no creéis en las cartas.
No iba a negar aquello, pero tampoco se molestaría en defender sus creencias. Ni le importaba lo que pensara aquella mujer, ni le interesaba iniciar un debate que alargara su estancia en la casa de la bruja. Ya había perdido tiempo más que suficiente. Se enderezó en el diván, dispuesto a terminar con todo ese teatro.
—Transmitiré vuestras palabras al presidente y estoy seguro de que agradecerá la ayuda. Decidme cuánto os debo y no os molestaré más.
—Las cartas también nos lo dirán.
No se molestó en coger de nuevo la baraja, sino que tomó la primera carta del mazo y la llevó ante su rostro. Una media sonrisa empezó a insinuarse en sus labios, hasta que los hoyuelos aparecieron de nuevo sin pudor alguno.
—Vaya, vaya.
—¿Qué? ¿La suma es alta? —preguntó con rudeza.
—Interesante, de hecho —y volvió la carta hacia él. El rey de copas le observaba hierático desde sus manos—. No hay oro en este pago, monsieur. Las copas exigen placer.
—¿Placer? —Jules estaba más confuso que intrigado—. Que os tengo que pagar con… ¿placer?
A pesar de la sonrisa, el rotro de Solange tampoco parecía del todo satisfecho. Quizá mostraba algo de la misma confusión que le embargaba a él.
—En efecto, Jules Fournier. Con vuestro placer.
Tres palabras que fueron su sentencia.

Génesis o El Arco Iris en tu piel


Desde las profundidades del abismo, te observaba deslumbrado por la luz. Era solo un ser del infierno atormentado por el brillo que nunca sería suyo. En la ausencia de color, la unión de todos ellos era regalo más preciado y tú los llevabas relucientes en la piel. Miraba mis negras manos y temblaba al pensar lo que sería deslizarlas por la curva de la nívea cintura, rodear el cuello pálido y verme envuelto en la albura que tus brazos creaban.
Te deseaba y te odiaba, tan blanca en un mundo vetado para los que eran como yo.
Tanta obediencia ciega, tanta candidez angelical. Por no plegarme a las normas, entré en el único presidio eterno y en los arrebatos de furia tanta blancura se asemejaba a la del cadáver, a la muerte en su versión más fría. De qué servía tanta belleza si en lo más alto no te dejaban disfrutar de ella. Y tú asentías y consentías, y en las normas te solazabas sin una mínima chispa de vitalidad.
 Luego brillabas envuelta en luz y el deseo de mi alma oscura hendía en la carne hasta hacerme sollozar.
Si fue la intensidad de mi deseo o un ápice de lo que yo creía tu escaso juicio, no sé qué provocó que cayeses a las puertas de la prisión. Tu cuerpo postrado y lívido parecía una mortaja en su ataud, sólo el temblor de tu pecho permitía la ilusión de la esperanza. Abriste los ojos entonces y estaban tan ciegos como el resto de ti. Los enfocabas en el espacio que ocupaba mi sustancia, pero dudaba que semejante inocencia llegara a captar siquiera una brizna de la nada que era el mal.
Pero algo ocurrió. Y primero pálido, casi imperceptible, un un toque de azul empezó a nacer y tus iris se inundaron de agua, fresca y calma. Rodeó las pupilas blancas y se extendió hasta formar un aro perfecto. La esperanza que había sido una ilusión estalló en mi pecho al comprender que aún podía ser salvado.
El primer paso fue imperceptible, al siguiente tu forma etérea empezó a definirse con el rubor de la aurora. El tercero te expuso a la sombra que delineó apenas tus formas de mujer. Caminabas a mi encuentro y agarré las lenguas de fuego que eran los barrotes de mi oscura cárcel. El ébano destacó contra la brasa, que se hacía carbón en tu presencia. Tu nueva mirada heló entonces el fuego y estalló en una miríada de esquirlas que cambió la forma de aquella realidad.
Ya no era un páramo oscuro sino que renacía en verdes brotes que se iban extendiendo en la lejanía, coloreando lo que antes había sido el vacío.
Caí en la tentación de tocar la fruta prohibida. El pulgar trazó los contornos antes difusos de tu rostro. El ébano se iba asemejando a la caoba y la aurora ya era carne entre mis manos. La llama que había consumido mi alma en negro castigo amenazó con volver a destruirme. Y fue la frescura de tu esencia la que templó mis instintos más bajos, redimiéndome una vez más.
Pero tú ya no eras tú, ni lo serías jamás. El nuevo ser que despertaba se mostraba, si era posible siquiera, aún más hermoso en su terrenal existencia. Exudabas luz en cada aliento, pero no era una luz que cegara, sino un canto a la belleza en sus más delicados matices. En tus cabellos ondulados, en los que se mezclaban la fuerza de la tierra y lo etéreo de los rayos del sol; en tus pezones coralinos, tan sólo un tono más claro que tus voluptuosos labios, aquellos que se posaron sobre los míos, con provocadores besos de mariposa. Más oscura era tu lengua, ansiosa en el despertar del gusto, húmeda y áspera contra mi piel.
Caímos en el prado y retozamos sobre el verdín, envolviéndonos en la calidez de las margaritas amarillas. Nos mezclamos entre el barro y allí descubrimos nuestras partes más oscuras, entre gemidos de impaciencia y caricias enardecidas. Despertamos aquellos enclaves que, enrojecidos y húmedos, se perdían en la negrura del misterio. Sacudidos y embriagados, fundiéndonos en el calor de la vida.
Y vida creamos, completando los opuestos, derritiéndonos en un único ser.
Foto de Portada: El Beso, Gustav Klimt 1907-08

La Tejedora de Historias


Tu rostro permanecía impasible aquella noche, en el escenario, pero las cuentas que pendían de tu cinturón tintineaban al son del temblor de tu cuerpo. Ante la algarabía que reinaba en la sala después de la actuación del bardo, tu silencio era una molestia indeseada. Las alabanzas a tu contrincante dieron paso a las preguntas extrañadas.
—¿Qué hace ésta aquí?
—Habrá venido a dar la nota.
—Como si pudiera entonar alguna.
—¿Por qué no se ha quedado tejiendo, si es lo único que sabe hacer?
Y es que todos sabían que, en tu primer aliento, ningún sonido se había escapado de tu pecho. Tu pequeña boquita se había abierto para soltar un grito atronador, pero tan solo el aire había brotado de tu garganta. Tu madre, poetisa del rey, te había amado, pero no donde pudieran verla. Tu padre, músico de la reina, nunca te había ofrecido una palabra de consuelo; había respondido con silencio a tu silencio. Sólo en el viejo telar encontraste consuelo, reliquia olvidada de los que no habían podido demostrar su valía en el canto.
Trabajabas horas y horas, dando forma al hilo, vistiendo a aquellos que te despreciaban, creando adornos para casas que nunca te invitarían a visitar. Tejías el algodón hasta que te sangraban los dedos, rogando por caer agotada al final del día y no soñar con esa voz que sólo escuchabas en tu interior. Te hiciste una maestra en el arte textil, pero en aquel reino lírico tu incapacidad nunca dejó de ser castigada. Hasta que te rebelaste a tu destino.
—Es una lástima que en el teatro no le nieguen la entrada a nadie.
—Lo que me gustaría saber es cómo ha explicado que quería participar en el concurso.
De la misma manera en la que lo ganarías.
Tu telar fue subido a la tarima central, mientras esperabas ansiosa, haciendo esfuerzos vanos porque las piedras que colgaban de los flecos de tu vestido, respetaran tu silencio. El escenario quedó desierto, salvo por tu incómoda presencia y la de tu instrumento. Ocupaste tu lugar con paso firme, frente a los hilos de raso real. Y antes de que la ausencia de música exaltara a los espectadores conmocionados, empezaste a tejer.
Fueron las cuentas de tu cinturón las primeras en entonar la suave tonada. Después lo hicieron los cascabeles de tus muñecas y tobillos. Y, más tarde, los palos de lluvia que sabiamente habías escondido entre tus cabellos. El raspar del peine marcaba la melodía central, pero era tu cuerpo el que entonaba las notas certeras de un instrumento musical. Y mientras tus manos acariciaban veloces la urdimbre de la tela y contaban el cuento de una mendiga que se convirtió en princesa, el tapiz se fue creando, entre el silencio asombrado de quien nunca lo había conocido y la melodía intensa que tus movimientos emitían.
Y allí, en el elíseo de los bardos, ganaste el nombre que ahora luces con orgullo. Te convertiste en la Tejedora de Historias. Y, cada noche a partir de entonces, nos regalas canciones que nunca antes habían sido escuchadas.

Foto de Portada: I am half sick of shadows said the Lady of Shalott, John William Waterhouse, 1915

Memorándum

Ha pasado ya un tiempo desde mi primer blog, en el que Pintaba Palabras y Dibujaba Sonidos. Gracias a él me arriesgué con la escritura y aprendí que mis relatos tenían cabida en este mundo. Lo viví como el primer amor: inocente y ansiosa, ávida de aprender, deseosa de complacer. Demasiado impaciente como para pensar antes de actuar. Algo avergonzada una vez expuestas partes de mí que a nadie había permitido ver. Se deshizo con la misma rapidez con la que nació, en la oscuridad de la noche. Aunque, al igual que el primer amor, será una experiencia que perdure siempre en mi memoria.

La Cara Oculta de la Luna fue algo así como una relación ilícita. Tras un breve coqueteo, abrí los labios para recibir un excitante beso húmedo. Fue tanto el placer que me causó el trasiego de gente, la fertilidad de mi pluma y la lluvia de regalos, que abandoné del todo el sentido común para dejarme llevar por el mar de frivolidades. Me emborraché de vanidad y cambié el buen hacer por el buen parecer. Como buen amante embustero, me regalaba los oídos y yo me hacía la sorda ante las claras señales de decadencia. Pasé de ser dueña a sierva, de poseer a ser poseída, de controlar a dejarme arrastrar por la espiral de irresistibles sensaciones de bienestar que no tardaron en convertirse en cenizas. Me metí tanto en el papel que acabé siendo una sombra más, escondida en el lado invisible de la luna, desechada por nuevas y excitantes aventuras.

La relación estaba abocada al fracaso, pero se fue alargando como si hubiera posibilidad de recuperar el amor perdido. Así como en el mal de amores, la tensión se volvió palpable y la frialdad congeló todos los intentos de redención. Lo dejé de la misma manera que se libera una adicción: con fuerte convicción y una gran sensación de pérdida. Todavía no hay cariño en el recuerdo, pero no le quito el mérito de todo momento complicado. Ha sido una época de gran aprendizaje, literario y personal.

Ahora, después de volverme una experta en practicar sexo inseguro con las palabras, busco la plenitud de hacer el amor con ellas.

Después de un tiempo de rehabilitación, regreso con más ganas y más cautela que nunca. Con nuevas metas. Con la calma que da la experiencia. Estreno una relación seria, duradera, de esas que con el tiempo te roban aún más el aliento. La inicio desde lo más profundo de mí misma que es mi nombre, nunca más escondida tras las máscaras del miedo. Me entrego desde lo más hondo de mi alma, pero me guardo las partes que son única y profundamente mías.

Esta vez me he buscado un buen compañero de camino, de esos que no te imponen su ritmo, sino que te esperan al final del día. De los que te invitan a contar confidencias, no te interrogan hasta que cedes, agotada. No pongo en él mis ilusiones, sino que le entrego mis ratos libres. No dejo en sus manos mi suerte, sino que en él compartiré mi dicha.

Siento que el círculo se ha cerrado y ahora se abre una espiral infinita. Intentaré recorrerla con la paciencia de la sabia, el cuidado de la madre, la pasión de la amante y la espontaneidad de la doncella. Quizá en la fusión de todas ellas acabe encontrando a la hechicera.

De lo que estoy segura es que en cada palabra estaré yo: Diana F. Rivera.