Dualidad

Duality, Patricia Ariel


A rodearse de gente en un ambiente de griterío y música infernal, ahora lo llaman fiesta. A beberse litros de alcohol y saltar a ritmo de cuerpos ahumados y sudorosos lo llaman diversion. Desgastarse la noche y la vida en antros sin ventilación, robarse besos prohibidos entre paredes sucias y abrigos olvidados. Rozarse inocente, restregarse inconsciente. Dejarse llevar por manos impacientes. En algún momento, India también lo había disfrutado. Renacer en una segunda oportunidad te cambia la perspectiva. Y también te aleja del mundo.
Pero el ser humano es gregario, en el mal y en el peor sentido. Y por definición ser gregario, te aleja de la individualidad que obliga el renacimiento. La dualidad confunde y los polos opuestos acaban siendo lo mismo frente al espejo. Como un neonato que solo ve en blanco y negro, India daba tumbos en su nueva realidad y se sentía desgarrada por dos tendencias en su interior: la suya y la ajena.
Quería salir y divertirse, pero no excederse. Quería el sol en su rostro en una tarde de invierno templado, pero protegida del humo de los coches y los gritos de los niños. Quería escribir en su portátil y que sus manos delicadas se rozaran con el papel del cuaderno. Deseaba leer y cocinar al mismo tiempo. Reír y llorar ante el dolor. Llorar y reír de pura alegría. Y sobre todo encajar en el maremágnum que era su especie sin perder la esencia que la volvía especial y única.
Soñaba con la venganza por el dolor pasado y rogaba por olvidar la muerte súbita que provocó su parada cerebral y la obligó a restaurar los circuitos de sus neuronas cuando no recordaba la combinación exacta. Añoraba ser un bebé protegido en el vientre de su madre, esperado y arropado, desconocido, anónimo. Y al mismo tiempo esperaba poder dejar su huella en el mundo, de una forma suave y fluída, aún así reconocida.
India se encontró en medio de lo que sus congéneres consideraban una fiesta, pletórica de ganas de encajar, llena de ruido, incómoda. Y lloró y rió ante el dolor, y rió y lloró sin alegría. Y en algún momento de la noche, esos polos opuestos que eran iguales, que antaño se atraían y la hacían sentirse completa, empezaron a mirarse en el espejo de la realidad y se repelieron como el agua a una gota de aceite.
Lo peor para India no fue el desgarro. Lo peor fue la obviedad del mismo. Y toda su lucha por sentirse una más de la manada, quedó reducida a la frustración de saberse vencida una vez más.

Podéis ver la pintura original y más de Patricia Ariel AQUI

Postre para Dos

Este es parte del relato para el ejercicio de Adictos a la Escritura. Al final, se me ha echado el tiempo encima y no lo he podido terminar. Pero sí me gustaría publicar el poquito que salió, igual cuando esté de ánimo romántico-erótico puedo terminarlo. 

POSTRE PARA DOS

Dos años de matrimonio y cinco de convivencia, le habían dado mucho y le habían quitado más. Tal era el pensamiento de Wade mientras volvía a casa el día de San Valentín. Amaba a su esposa más que nunca. Preciosa, atractiva y vital. Estaba convencido de que también ella le quería más que a nadie. Entonces, ¿cuándo había empezado a crecer el hielo entre sus sábanas?
Probablemente el día de su boda. En el mismo momento enque su padre, confiando en que hubiesen sentado la cabeza, le había ofrecido el sitio que tenía reservado en su empresa de publicidad. Trabajo que, por supuesto, traía de la mano una lujosa casa en Magnolia St. Wade apenas lo pensó, había crecido rodeado de todos los lujos que el dinero de su padre podía comprar. Pero Sylvia procedía de una familia modesta y ser la esposa de un reconocido publicista la había asustado sin remedio. Durante el primer mes mantuvo que no estaría a la altura. Los siguientes se esforzó tanto por ser laesposa perfecta, la anfitriona perfecta, la perfecta mujer florero, que él no tuvo valor para rogarle quevolviera a ser la perfecta Sylvia, la mujer de laque él se había enamorado. Atrevida y sin miedos, ridícula en ocasiones. Y sobre todo ardiente.
En cambio, Wade empezó a comportarse como el marido perfecto, el trabajador ejemplar e hijo modelo. Y se olvidaron de ser lo que una vez fueron: una pareja.
—¿Se encuentra bien, señor Tanner? —la pregunta del chófer le sacó de sus cavilaciones. No se había dado cuenta de que llevaba casi veinte minutos observando la pulsera de diamantes que era el regalo de su esposa. Maravillosa, como todo lo que compraba su secretaria.
—Sí, Josh, solo estoy pensando — como cada vez que tenía que cerrar un contrato, ganar talones de muchas cifras, ser el hombre triunfador que era. Recordarlo le hizo sonreir… y aventurar—. Nada que no pueda solucionar esta noche.
Al llegar a casa le dio a Josh lanoche libre. Entró haciendo ruido, esperando que Sylvia fuera a recibirle. No soltó la pulsera mientras se quitaba la gabardina y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Si Sylvia quería los diamantes, tendría que ganárselos. Oyó sus tacones por el pasillo y reprimió una sonrisa malvada.
—Wade, cariño, llegas justo a tiempo para cenar.
Su mujer apareció con un delantal enorme que tapaba sus curvas y la ropa, pero incapaz de ocultar el balanceo de sus caderas al andar. Se fijó en las medias de rejilla y los zapatos de tacón. Tiempo atrás, aquella significaba que Sylvia tenía ganas de jugar, en esos momentos sólo una pieza más de su aderezo.
Pero Wade no pudo evitar endurecerse ante la expectativa de recuperar a su mujer. Sus mejillas brillaban de rubor natural y llevaba el pelo castaño alborotado, como cuando se conocieron y era incapaz de mantener las ondas sujetas con horquillas. Aquello le gustó y le dio un hálito de esperanza.
—Estoy muerto de hambre —y el olor que flotaba desde la cocina le hacía la boca agua—. ¿Has hecho lasaña?
Los labios de Sylvia envolvieron los suyos en un beso rápido. Quiso creer que había sentido un leve toque de su lengua, pero fue tan breve y resultaba tan atípico en la mujer que se había convertido que decidió que habían sido sus ganas.
—Ahora lo verás —sonrió ella colgándose de su brazo—. ¿Qué tal el día?
—Aburrido —caminaban juntos, los pechos de su mujer completamente pegados a su brazo. Debía de llevar un vestido muy fino porque los pezones presionaban contra la chaqueta de una forma muy sugerente—. Pero tengo intención de que mejore.
—Ya somos dos —la sonrisa enigmática de Sylvia empezaba a ponerle nervioso—. Le he dado la noche libre a la señora Finch.
—¿En serio? —el ama de llaves no había faltado ni un solo día en los tres que llevaban viviendo en Magnolia.
—¿Crees que no me acuerdo de cómo servirte la cena?
Llegaron al comedor donde la mesa brillaba con la porcelana, la plata el mejor cristal de bohemia. Había un candelabro con las velas aún sin encender, justo en el centro. La mano de Sylvia en el bolsillo de sus pantalones le provocó una erección inmediata que no bajó cuando ella encontró el mechero que buscaba.
—Sígueme, cielo —el brillo de sus ojos engrosó aún más su deseo—. Te llevaré hasta tu cena.
Y el aliento se le atascó en la garganta cuando al adelantarse vio que llevaba el trasero completamente desnudo bajo un liguero de encaje y los lazos del delantal.
  
Pese a su apariencia relajada, Sylvia estaba alborde de un ataque de nervios. Hacía ya tres años que se esforzaba enser todolo que un marido como Wade podía desear. Nada más casarse, su suegra le advirtió que en la familia Tanner no se aceptaba sino lo mejor y que esperaba que ella dejara atrás los hábitos alocados para convertirse en la sofisticación personalizada.
Lo hizo. Aún a costa de dejar a un lado su personalidad y su esencia para que Wade pudiera sentirse orgulloso de ella. Solo había conseguido sentir frío hasta en las noches más calurosas de verano.
Sabía que su marido la quería, y era consciente deque la pasión de los primeros años se desvanecería con el tiempo. Pero los dos eran aún jóvenes y ella tenía demasiada imaginación para seguir soportando el tedio en el que se habían visto envueltos. Y si para eso tenía que volver a ser la Sylvia de clase media y perder un poco del lustre que el pedigrí de su marido le había otorgado, que así fuera.
Por eso, aquella tarde de San Valentín había dado el día libre al ama de llaves y, pese a sus protestas, le había ordenado que no volviera en un par de días. Pasó media tarde en la cocina preparando una cena que Wade jamás olvidaría y después se relajó en un baño de espuma y aceites. Se embadurnó de cremas y sacó de lo más profundo de su armario un conunto que haría que a su suegra le diera una apoplejía. Eso sí, comprado en La Perla.
El encaje del sujetador era toda una obra de arte, a juego con el liguero y las bragas. En un ataque de locura decidió no ponerse estas últimas. No se maquilló y tampoco intentó domar sus ondas rebeldes. Se limitó a ahuecarlas con los dedos. Y, por último, dejó caer cuatro gotas del perfume más caro de París en lugares muy estratégicos del cuerpo.
Si aquella noche, Wade no se volvía completamente loco, Sylvia pediría el divorcio.

continuará... o no

Renace Gloriosa

Biblis (1884), William-Adolphe Bouguereau

A veces me costaba hacerme entender. En la vida diaria, con mis amigos, con mi familia, con mis compañeros de trabajo. Quizá por eso escribía, porque así tenía tiempo de ordenar las frases incoherentes que salían a la luz desde la cabeza directas a la boca o al papel. Sin filtro. Era una maldición que generaba conflictos.
Si a eso le añadíamos que los receptores de la información en ocasiones tenían menos filtros entre las orejas y el cerebro, el conflicto no solo estaba asegurado sino que se convertía en hecatombe.
De pequeña escribía diarios. Muchos. Preciosos, de páginas ilustradas, perfumadas, con tapas duras y espectaculares. Empezaban con la mejor letra que podía encontrar en mi cosecha y acababan con borrones de lágrimas y tinta corrida de pasar la mano escritora una y otra vez.
Las lágrimas de mi niñez fluían gordas y escandalosas. Dejaban manchas visibles en las páginas y las mejillas. Lloraba porque me sentía invisible, porque quería ser importante, necesitaba que se me tuviera en cuenta. Procuraba hacer la mayor cantidad de ruido posible. Y no servía para nada.
Con el tiempo las lágrimas se fueron volviendo discretas y silenciosas. Puede que más abundantes. Ser visible, el sueño que siempre había tenido, por fin se había hecho realidad.
¿Y ahora qué?
Estaba tan acostumbrada a que las palabras fluyeran sin consecuencias que el día que empezaron a tenerla ni siquiera lo noté. No me di cuenta de que iba cavando mi propia tumba hasta que estuve enterrada hasta el cuello. Y cuando pude ver que me hundía en la tierra que yo misma había abonado, nada se detuvo.
Empezaron a llover paladas de arena que no solo me cubrían, sino que me asfixiaban. Entraban en mi nariz y me constreñían los pulmones hasta dejarlos secos y sin aire. Todos los que alguna vez habían caminado junto a mí se habían revuelto. Ni siquiera hizo falta que les dieran herramientas. Para traicionar no fue necesario que se lo pusieran en bandeja. Ellos solos se pusieron en marcha, cogieron las palas y empezaron a trabajar los brazos atrofiados.
Porque nadie se mueve para trabajar por el bien común, pero a todos nos encanta participar en el mal ajeno.
Y así intentaron enterrarme entre basura. Apretaron el humus a mi alrededor, encadenando los brazos a tierra sagrada. Se pararon a observar su obra cuando ésta no podía alzar las manos para cubrir su angustia. Rieron y escupieron a sus pies donde yo me consumía.
No hubo lágrimas entonces; no las hubo visibles. Sí internas, sólo para mí. Sólo para alimentar el cuerpo que pronto se marchitaría sin atención amorosa. Corrieron por mis venas como la ponzoña de la picadura de una víbora. Llenaron mi alma, hasta que la sal cicatrizó mis heridas. Cicatrices ocultas para el mundo y obvias para mí, para que no olvidara el mal que me había torturado, cambiado. El mal que quería verme hundida en la miseria.
Y que sólo consiguió que renaciera gloriosa.

Las flores del Placer



LAS FLORES DEL PLACER


—¿Por qué orquídeas, Zach?
—¿Cómo?
—Vienes todas las semanas; los jueves, y me pides una orquídea, la más fresca que tenga. Da igual el tamaño, la forma o el color. Tiene que ser la más nueva. La envuelves en tu mano como si fuera tu bien más preciado y te sonríes como si ambos compartierais un secreto. Una semana después, vuelves y todo empieza de nuevo. ¿Por qué no azucenas, margaritas o rosas?
Angela dejó el cambio sobre el mostrador e intentó no apartar la mirada de su cliente más fiel. Zachary parecía algo más que incómodo mientras lo recogía y se llevaba la mano al interior del bolsillo de los vaqueros. Un músculo palpitaba nervioso en su mandíbula. Se arrepintió en ese momento de la curiosidad que la había empujado a preguntar algo tan personal, cuando le vio cuadrarse frente a ella como una estátua, una arruga marcada entre sus cejas.
—Vas a pensar que estoy loco.
Los labios de la mujer se curvaron en una leve sonrisa y su boca la traicionó de nuevo.
—Bueno, ya creo que lo estás.
Zach dejó escapar la tensión de su pecho con una risa baja y ronca que le secó la boca e hizo que su pecho temblara. Vivía por esos momentos robados. Dejaba pasar los días uno a uno, como un autómata programado que solo los jueves tenía la capacidad de mirarse al espejo, elegir su mejor vestido y arreglarse para recibir a aquel que le daba cuerda. En los cuatro meses que ese hombre llevaba visitando su floristería había sido más consciente de su ser femenino que el los veintiséis años anteriores. Y ahora lo estaba echando todo a perder.
—No lo entenderías si te lo contara, Angela —susurró él al fin, apoyándose en el mostrador de cristal, envolviendo con la mano libre la flor que tanto le obsesionaba. La observó con avidez antes de alzar la mirada y clavarla en sus labios cubiertos de carmín—. Tendrías que verlo y… sentirlo para poder comprenderlo.
Aisntió al tiempo que volvía la cabeza en dirección a las violetas africanas del expositor, más para ocultar su desencanto que por timidez. Había sido una tonta al pensar que compartiría su secreto con ella.
—Tendría que ser en mi casa —continuó Zach en un susurro, inclinándose unos centímetros más hacia el interior del mostrador—. Es el mejor lugar.
El corazón de Angela hizo un triple salto mortal. Tragó despacio y le vio seguir el movimiento de su garganta, sus preciosos ojos grises deslizándose aún más abajo. Se mordió el labio inferior para evitar mostrar la sonrisa de felicidad que ya se había insinuado en las comisuras. No podía creer que aquello estuviera pasando.
—Queda media hora para cerrar —echó un vistazo a la calle desierta, bañada por la lluvia y se encogió de hombros —. Aunque no creo que nadie en su sano juicio vaya a salir a la tormenta por un ramo de flores.
—Yo lo hice.
            En esa ocasión, Angela dejó que sus labios se curvaran hasta sentirlos tirantes.
—Pero ya sabemos que tú estás loco —Zach le guiñó un ojo, juguetón, como solía hacer nada más cruzar la puerta de la floristería—. Dame solo un minuto.
Entró en el pequeño almacén y cerró la puerta. Se apoyó en ella un momento, lo justo para llevarse las manos a la boca y detener el grito de excitación que se moría por soltar. Luego corrió al baño donde se arregló el pelo y se retocó el maquillaje. Por último, se detuvo a observar su imagen en el espejo.
Brillaba de felicidad. El pelo se le ondulaba algo salvaje entrorno al rostro y el pecho subía y bajaba ansioso, apretándose contra la tela de la blusa. La curva de sus senos se alzaba por encima del último botón abrochado y los pezones se insinuaban ligeramente, ni siquiera las copas del sujetador eran capaces de ocultarlos. Echó los hombros hacia atrás, se sentía una triunfadora. Y en un arrebato de osadía metió las manos bajo la falda y se sacó las bragas con cuidado de no engancharlas en las medias sujetas en lo alto de los muslos. Eso para compensar la ausencia de tacones. Salió a la tienda sintiéndose perversa por disfrutar de la sensación de la fina tela en sus nalgas desnudas.
Zach observaba la calle de espaldas a ella, con un hombro apoyado en el cristal de la puerta y se permitió el lujo de admirarlo tan solo unos segundos. Llevaba una camiseta de manga larga, ajustada a su espalda musculosa. Los vaqueros envolvían sus piernas como si se los hubieran hecho a medida. No era un hombre pequeño, en ningún sentido. Angela casi se arrepintió de haberse quitado la ropa interior cuando empezó a humedecerse entre las piernas.
—Ya estoy —su voz sonó más aguda de lo que le hubiese gustado.
El se giró lentamente y su repaso a cuerpo completo tensó aún más sus entrañas. La sonrisa de satisfacción que curvó sus duros labios la dejó sin respiración.
—Vamos.
Salieron y el viento les golpeó con furia, mojándoles de agua de lluvia a pesar de estar debajo de una cornisa ancha. Echó la llave con las manos temblorosas, pero no por el frío. El ambiente era cálido a pesar de la tormenta de verano. Zach no lo entendió así y la acercó rodeando con un brazo la cintura.
—¿Preparada? —dejó que el escalofrío sacudiera su cuerpo y se mordió el labio para no gemir. Asintió—. Entonces, ¡corre!
Por suerte vivía a la vuelta de la esquina, distancia suficiente para que la violencia de la tormenta les empapase la ropa. Corrieron cogidos de la mano y no se soltaron cuando entraron al portal. El ascensor llegó y no salió nadie. Angela agradeció que tampoco entraran cuando el hombre por el que había suspirado los últimos cuatro meses —toda una vida—, la envolvió en un abrazó y arrasó su boca en un beso feroz. Se dejó invadir por su lengua, saliendo a su encuentro en una lucha que ambos habían ganado de antemano. Jadeó cuando la chupó, la lengua, los labios; parecía un hombre hambriento y ella tenía más hambre aún. Sintió su mano en el pecho. Se arqueó contra él y de un tirón le deslizó la prenda por un hombro. Un pecho quedó al aire, el pezón apenas cubierto por la media copa del sujetador de encaje. Zach gimió al introducirlo en su boca y chupar y chupar…
Cuando sonó el timbre en el sexto piso, el hombre había conseguido recomponer sus ropas, pero la lascivia aún tensaba sus rostros.
El apartamento era amplio, nada ostentoso, aunque a Angela le traía sin cuidado y por lo visto al hombre también ya que no se molestó en hacerle la obligada visita guiada. Se limitó a dejar las llaves en el recibidor, sacar la orquídea de la caja en la que venía protegida para el transporte y dejarla sobre la mesa, frente a un espejo. Ambos la observaron en silencio y sin tocarse.
—Para mostrarte el secreto de la orquídea necesito que confíes en mí… y te quites las bragas.
—No llevo bragas —respondió en un susurro.
Zach sí la miró en ese momento como un depredador a punto de avalanzarse sobre su presa. Y sin previo aviso coló una mano bajo la falda y ahuecó su carne desnuda. Se vio lanzada al borde de la mesa donde apoyó el trasero y las manos. Y allí abrió las piernas con un siseo de placer.
—Dios, no. No llevas —la voz del hombre se había vuelto aún más ronca por el deseo, el mismo que abultaba sus pantalones de una manera deliciosa. Angela se agarró al borde de los vaqueros y le atrajo hacia sí, mientras su mano le quemaba y ella se mecía sin pudor contra ella—. Despacio, pequeña —se apartó de ella, dejándola ansiosa y frustrada, se le escapó un gruñido de disgusto—. Todavía hay algo que debes aprender.
Agarró sus caderas y la hizo volverse y apoyar las ingles en el borde de la mesa. Miró la solitaria orquídea y ya no sintió envidia de ella. Ahora aquel hombre sería solo suyo. También vio reflejadas las manos de Zach junto a sus caderas en el espejo que había colocado tras la flor. Vio los dedos deslizarse sobre su cuerpo y obligarla con suavidad a inclinarse sobre la madera. Después, le levantó la falda, dejando al aire sus caderas, sus nalgas y su sexo enardecido apuntando hacia arriba, hacia él.
—Mira la orquídea, Angela —cómo podía hacerlo si él se estaba desabrochando los pantalones en ese momento—. Necesito correrme antes de hacer esto, pero no tardaré. Y te enseñaré eso que tanto quieres descubrir.
El último botón saltó del ojal y su pene se irguió duro y orgulloso. Cerró los dedos y empezó a darse placer con fuerza y rapidez. De ningún modo ella observaría la flor mientras pudiera ver su corona violácea entrando y saliendo de su puño apretado. Se extendía la humedad al tiempo que friccionaba y muy pronto por la habitación se extendieron los gemidos y chasquidos de su piel. Angela observó sus caderas estrechas por el espejo, apretando los pechos doloridos contra la mesa y respirando agitada como si fuera su vagina y no la mano del hombre la que envolvía la erección. De hecho su vagina se estaba apretando y contrayendo al ritmo hipnótico de los envites. Sentía el flujo resbalando al exterior y secándose al aire solitario.
—Joder, Zach, fóllame —rogó entre jadeos.
—Todavía no —se escondió detrás de su cuerpo y la imagen de su polla hinchada desapareció del espejo. Un segundo después se agarró a las nalgas desnudas y su semen la empapó entre gemidos. Fue una corrida rápida e intensa que parecía no tener fin y que la dejó completamente necesitada..
Apenas hubo terminado cuando los dedos masculinos esparcieron su semilla por el interior de los muslos, sus nalgas, las ingles, evitando cualquier contacto con su centro inflamado que seguía contrayéndose y rogando por sus caricias. Zach volvió a moverse y su pene aún duro, aunque no tanto, quedó de nuevo a la vista en el espejo.
—La orquídea, Angela. ¡Ahora!
Ella gimió, pero le obedeció con la esperanza de que la satisficiera si ella le complacía. Fue entonces cuando empezó la verdadera tortura.
—Compro orquídeas, pequeña, porque son iguales que vuestros sexos —sus dedos no dejaban de recorrerla, como le había visto hacer con la flor en su tienda—. Son la manera que tiene la madre naturaleza de exaltar la belleza de la vulva femenina y yo no sería un hombre si no me empalmara cada vez que veo una —se apretó a su espalda, inclinándose sobre ella para poder susurrar en su oído—. Y joder si no se me pone dura cada vez que voy a tu tienda y me ofreces todas y cada una de las vulvas con tus pequeñas manos. Cómo lo miras, inconsciente de lo que estás viendo, inconsciente de que cada flor que me llevo es un paso más hacia la que realmente quiero —apoyó toda la mano abierta sobre su caliente sexo y lo frotó con fuerza—, la única que deseo. La tuya, Angela.
La presión en el vientre empezaba a ser insoportable. Le daba igual que la orquídea fuera su coño. Lo que quería era que empezara a dedicarle tiempo en el acto.
—Por favor —rogó en un susurro.
—Todavía no lo entiendes. Mírala bien —Angela lo hizo. Ya lo había hecho en la tienda pero esta vez le prestó más atención. Era un ejemplar perfecto de Cymbidium, de largos sépalos rojizos, como desteñidos, al igual que los pétalos. En la parte central, el labelo se rizaba en los extremos. La parte baja era granate como terciopelo, la superior amarillo intenso. En el centro se erguía el ginostemo, que envolvía la antera, protegiéndola del exterior. No encontraba el parecido por más que lo intentaba, y Zach lo notó—. No lo ves, ¿verdad?
—Lo siento, no.
—No importa. Te lo mostraré —sus dedos se abrieron y acariciaron la parte sensible de los muslos, justo en las ingles. Alzó más el trasero de forma inconsciente—. Esta parte serían los sépalos de la flor. Tócalos, como yo te toco a ti —la mujer alargó una mano y se sorprendió de la textura gomosa de la flor. Pasó las yemas de los pulgares desde el interior hacia el exterior de la misma forma que él hacía en ese momento—. Muy bien, pequeña. Pero tú tienes algún que otro sépalo más— y de improviso una mano descendió hacia su pubis depilado mientras la otra abría sus nalgas. No esperaba que su lengua decidiera jugar en ese momento con la hendedura oscura entre ellas. Ni que descendiera poco a poco por el perineo, nunca adentrándose en su necesitada vagina.
—Oh, Dios —jadeó.
El hombre atormentó su entrada posterior con la lengua hasta hacerla temblar.
—Continuemos con los pétalos —Angela movió los dedos por los grandes pétalos centrales, de un rojo más intenso y contuvo la respiración cuando Zach agarró sus labios mayores y empezó a frotarlos—. Tienes unos hermosos pétalos, pequeña —sintió su aliento en ellos antes que los dientes. Dejó caer la frente sobre la mesa y movió las piernas inquieta, agitándose por estar más cerca de él. Cada toque de su lengua, cada pellizco era una tortura destinada a llevarla única y exclusivamente a la locura. Y lo estaba consiguiendo—. Mmm, aspira esa fragancia, Angela, deja que te envuelva y te impregne, deja que te ate a ella para siempre.
De improviso hundió completamente el rostro en ella, aspirando y con la boca abierta, abarcándola por completo. Curvó los dedos contra la madera y no reprimió el grito de placer que provocó su lengua ansiosa. Tan repentinamente como la asaltó, se detuvo y pudo ver a través del espejo cómo se alzaba de nuevo tras ella. Tenía toda la parte baja del vientre oculta por su trasero, pero la muñeca estaba otra vez ahí, agarrándose el miembro que ella deseaba clavado en su interior.
—Joder, Angela, estoy duro otra vez —se apoyó en ella y deslizó su larga y gruesa verga arriba y abajo contra ella—.¿Puedes notarlo? ¿Sientes lo necesitado que estoy por ti? —la mujer intentaba absorberlo a su interior, pero él se apartó cuando estuvo bien empapado en sus jugos.
Angela ahogó un sollozo contra la mesa. De improviso se sintió alzada y él cambió su postura a boca arriba sobre la mesa, apoyada en los codos y antebrazos. Zacha la sujetaba por la espalda con una mano mientras la otra recorría el interior los muslos arriba y abajo.
—Desabróchate la blusa —casi se arrancó los botones en su ansia por complacerle. Fue él quien se deshizo habilmente del broche delantero del sostén—. Arriba las rodillas y abre las piernas.
Se abrió a él como los pétalos al sol, tirante y ansiosa por que sus rayos la colmaran. El hombre se situó entre sus piernas y olvidó por un instante lo que había entre ellas mientras sostenía sus pechos hinchados, doloridos. Pero su miembro sí se dejó caer justo en su centro y él restregó el purpúreo glande como al descuido.
—Zach, por favor, no puedo soportarlo —echó hacia atrás la cabeza y gritó cuando al acercarse para llevarse los pezones a la boca, su polla se clavó hasta la base, tan adentro que le sintió susurrarle en las entrañas. Se quedó allí quieto mientras endurecía la lengua y hacía bailar las cimas doloridas de sus pechos, mientras pasaba la cabeza de uno a otro y los alzaba con sus manos. Pasaba de uno a otro ignorando que ella se contraía entrono a su miembro y espasmos de auténtico deleite le recorrían los muslos.
Había estado al borde del orgasmo y cuando se alejó de nuevo, dejándola tan vacía como al principio, se sintió desfallecer.
—No, por favor, por favor —alargó una mano hacia él, pero el hombre volvió a sujetársela contra la mesa y ese era el único lugar en el que permanecían unidos.
—Sigue rogando, pequeña —le susurraba al oído mientras su letanía no cesaba. Recorrió el tendón del cuello con la lengua—. Me gusta oírte.
Siguió haciéndolo mientras las sacudidas de sus desesperadas caderas no la llevaban sino al aire. En un ínfimo momento de lucidez, supo que aquella tortura no terminaría hasta que escuchara todo lo que él tenía que contarle acerca de su fetiche con las orquídeas. En un esfuerzo sobrehumano, llevó una mano hacia atrás y agarró la flor sin mucha delicadeza. El se apoyó en su vientre, para evitar que el impulso la acercara lo más mínimo a su sexo. Su mano abierta contra su piel era todo un asalto a sus sentidos, pero se forzó a ignorarlo mientras observaba los pétalos carnosos, el labelo curvándose entorno al ginostemo, éste hinchado a punto de abrirse, de entregarse…
—¡Oh, Dios! —lo entendió todo y vio la satisfacción reflejada en su rostro cuando él lo supo. Los anchos dedos descendieron de nuevo a su entrepierna, a inflamar el deseo que no se había apalacado sino un ápice—. Zach, el labelo.
—¿Sí? —los labios masculinos se curvaron ligeramente. Angela pasó el pulgar por el pétalo central y el hombre imitó el movimiento entorno a la hendedura de su vajina.
—El labelo son los labios menores y… y, la antera es… es…
No pudo seguir hablando porque sus dedos por fin habían alcanzado el lugar donde su inflamado clítoris se escapaba de su vaina. Lo acarició y pellizcó, bajaba por sus delicados labios, empapándose del néctar que escapaba de su cuerpo, para humedecerlo y seguir acariciando, pellizcando. Sin dejar de esparcir sus jugos, se arrodilló de nuevo, esta vez frente a ella y lo tomó en su boca con mucha delicadeza.
—Sí, Angela —pasó la lengua por él, moviéndolo de una forma que la hizo jadear—. Es tu clítoris, duro, hinchado. Creo que si sigo excitándote me llenaría por completo la boca.
Se llenó con ella. Dejó de sujetarla y la mujer pegó la espalda completamente a la madera. Inclinó el cuello hacia atrás y vio su reflejo invertido en el espejo, los pechos con las puntas enhiestas y entre sus piernas, la morena cabeza moviéndose incesante, sus manos acunándola y acercándole aún más.
—Lo entiendo, Zach —susurró entre jadeos—. Ahora lo entiendo todo.
El se irguió en ese momento, se sacó la camiseta de un tirón y guió su erección, de nuevo gruesa y palpitante al sitio donde ella más lo deseaba. La penetró de una sola embestida y esta vez no se detuvo sino que con sus embates profundos empezó a acercarla al paraíso.
Se sintió febril y llena de poder. Le atrajo aún más con los talones y salió a su encuentro ansiosa de alcanzar lo que le había estado negando demasiado tiempo. Le apretó en su interior y le oyó jadear. Volvió a hacerlo, una y otra vez, hasta que su cuerpo tomó el mando de sus sentidos y el orgasmo la arrastró sin piedad en una serie de convulsiones que la dejaron dolorida y muy muy satisfecha. El la siguió en su placer, agarrándola por los muslos y empujando con fiereza. Se dejó caer sobre ella, respirando con fuerza.
Angela sonrió ampliamente antes de rendirse al agotamiento. ¡Oh, sí! La lección había merecido la pena. Ahora, cada jueves, cuando él se acercara a la tienda para llevarse su orquídea, tenía muy claro cuál iba a entregarle.

Foto de portada: Conseguida en Tumblr de Cuentos Intimos

Los Monstruos de Jack

Empiezo el año recuperando un relato de mi antiguo blog. 
Cuando abrí este espacio, me prometí a mí misma que sería un lugar donde crear un futuro y no para mirar atrás. Quería colgar relatos inéditos y originales que me causaran orgullo. El relato que publico hoy es uno de mis favoritos; tanto que desde que volví a escribir me persigue una y otra vez. Lo leo y releo esperando no sentirme identificada, pero lo cierto es que cada vez que me pongo delante del ordenador frente a una hoja en blanco, me siento un poco Jack. 
Y como Jack, a veces me dejo llevar por la imaginación  y galopo por los Cerros de Ubeda en lugar de centrarme en el presente, en la tarea que tengo entre manos.
Imagino que desde mi cabeza, Jack me está gritando que no quiere caer en el olvido. Y sinceramente, a mí tampoco me gustaría. Por eso, y porque ya he terminado el siguiente relato que veréis publicado y por lo tanto no es una simple excusa para ocupar una entrada más, vamos a dejarle el espacio que se merece en este blog. Para siempre.
Que lo disfrutéis.

LOS MONSTRUOS DE JACK

Jack tenía que escribir. Tenía que ser ya. Hacía unas cuarenta y siete horas que su cabeza no reposaba en una almohada, pero ese no era un factor importante. Su editor le presionaba, los plazos le ahogaban. Y la sombra sin rostro volvía a acecharle desde el rincón. Tenía que escribir. YA.
Dejó la estilográfica unos segundos y alzó apenas la cabeza. El sol del mediodía se colaba por la ventana, iluminando gran parte del suelo de la habitación. Allí estaba. En el único punto sin luz. Erguida como un poste. Con sus ropas de material ectoplásmico plegadas entorno al cuerpo, como aquellas estatuas griegas de togas impecablemente plisadas. La habría confundido con una, si cada vez que sus dedos se despegaban de la pluma, su demonio particular no se deslizara en su dirección. Su paso era lento, muy lento. Pero, aún así, acabaría llegando.
Los ya familiares sudores fríos le cubrieron el cuerpo y oyó el resuello de su respiración acelerada en la quietud del despacho. Sus ojos volvieron a clavarse en la hoja llena de garabatos y la pluma volvió a ponerse en marcha. Hilaba frases sin sentido, mientras las conexiones neuronales de su cerebro bullían de actividad en detrás de sus ojos, con el único fin de provocarle dolor. Inspiró profundamente un par de veces, dirigió los pensamientos de su materia gris a la ralentización de las vías circulatorias. Su pobre corazón no resistiría más tiempo un bombeo semejante. Pero para la actividad errática de sus dientes en la carne interior de sus mejillas, no había freno alguno. Sabía que no sería capaz de parar hasta que el sabor de la sangre bañara sus papilas gustativas.
—Tengo que seguir —su voz salió como un suspiro tembloroso—. Tengo que seguir.
Por la puerta abierta del despacho apareció su musa, su mayor fuente de inspiración, la diosa arcaica que tantas veces le había susurrado frases magistrales al oído. Su rostro era una expresión pétrea, llena de poder, de inefabilidad. Era deliciosamente hermosa. Una belleza terrorífica. Pensó que la luminosidad que emanaba espantaría la oscuridad que le acechaba. Quizá para siempre. Sin embargo, pasó de largo por delante de su escritorio. El instante que sus rayos de sabiduría le alcanzaron, se sintió colmado de ideas. Pero cuando cruzó frente a la sombra, ésta pareció tragarse el torrente de ideas que se desprendía de ella. La vio abrir la ventana y esfumarse en el paisaje insólito que detrás de esta se desarrollaba.
Una guerra. En un extenso paraje yermo, de tierra negra y marchita, salpicada de miembros mutilados, que se confundían con las rocas. Los ejércitos del duque —sí, era un duque—, masacraban a los soldados reales con sus picas y espadas. A lo lejos, las catapultas soltaban su carga que se estampaba contra la piedra del castillo. Las llamas ascendían por la torre del homenaje y se elevaban por las almenas maltrechas. El rey perdía.
A Jack no gustó aquella historia y pensó que podría hacer algo bueno de ella. Extendió la mano hacia la ventana con intención de poner manos a la obra. Pero cuando su piel se introdujo en aquel mundo, la escena se deshizo en mil pedazos y se escurrió entre sus dedos como si de las arenas del tiempo se tratase.
La habitación volvió a ser silenciosa, la quietud únicamente rota por la electricidad que iluminaba la lámpara y el maldito demonio avanzando a milímetros, amenazándole en silencio con su vacía presencia. Los nervios le estaban jugando una mala pasada cuando sintió el roce de unas uñas en los muslos, bajo el escritorio.
Allí estaba ella, la estrella de su próxima novela. Una hermosa súcubo de cabellos como antorchas y ojos que despedían fuego. Trepó despacio por sus piernas y se sentó a horcajadas en su regazo. Jack no podía apartar la mirada de la trenza de cuero que apartaba el pelo de su frente, más que nada porque era lo único que la cubría. Pero sí se encontró capaz de acariciar su piel hecha de todos los materiales del infierno y de dejar que su lengua le trazara arabescos en el cuello. La dejó, como tantas otras veces, robarle momentos que no le pertenecían, tiempo que no tenía.
 La empujó con fuerza al suelo, amortiguando el ruido del golpe con el gruñido que se gestaba en sus entrañas. Agarró de nuevo la pluma y las frases sin sentido empezaron a cobrar coherencia en su cabeza. Se percató entonces de la grandeza que tenía frente a él, que había salido de su interior. Imaginó cómo sería aquel manuscrito terminado, pulido. Unas cuatrocientas cincuenta páginas que le llevarían a la gloria. Simuló un apretón de manos con su editor, que alababa la obra y su suerte por haber encontrado un autor como él. Le palmeaba la espalda frente a multitud de cámaras, flashes que le cegaban y opacaban la larga fila de sonrisas que esperaban su turno para la firma de ejemplares. Tendió la mano para empezar con el ritual, pero sólo recibió el frío roce de un material que no estaba vivo; que le congelaba la piel y le trepaba como una serpiente ártica hasta cubrir con hielo todos sus sentidos. El velo de la ilusión se hizo añicos con la baja temperatura y pudo ver al diablo delante de su escritorio, sosteniendo su mano alzada entre volutas de humo.
—¡Mierda! —gritó ante el dolor que sintió al soltarla.
Tan fuerte lo hizo que las ruedas de su silla le alejaron del papel, el instrumento que le salvaría de las fauces de la locura. Volvió a él temblando, cubierto de sudor, con el pecho agitándose y el pálpito del corazón haciendo eco en la boca de su estómago, en la garganta y tras sus ojos. La migraña era ya una realidad después de tantas horas sin descanso, de lucha continua contra monstruos y sombras. Acogió todos aquellos síntomas con regocijo. Eran mejor que el vacío interior, la negrura infinita. Significaba que todavía tenía tiempo para mantener la cordura. Aunque estaba prácticamente encima.
El día había dado paso a la noche y el sol se alzaba ahora en el este. La distancia que le separaba de su tormento era ínfima y el documento continuaba incompleto. Escribió bajo la mirada atenta del ser que se componía de vacío y las letras que su mente unía en palabras, se impregnaban en el papel como pequeñas huellas de tinta. Los trazos volaron sobre el folio en blanco y Jack hizo lo imposible por ignorar las voces que le llamaban desde la ventana, los tirones ansiosos de la súcubo y los susurros de aquella parte de su cabeza que tanto le costaba mantener encerrada.
Le quedaban apenas unos minutos para que la oscuridad se abriera paso a través de su espalda. La piel de la nuca estaba erizada por el aliento invisible, su corazón se había convertido ya en una masa pulsante con un alto nivel de taquicardia y la falta de oxígeno, a pesar de las cien respiraciones por minuto, le estaba saturando el cerebro. Pero la mano continuó moviéndose casi por propia voluntad; los pinchazos de dolor no consiguieron apartar su atención de la obra. En un último esfuerzo de inspiración desatada, consiguió poner la palabra FIN y vio desvanecerse a la sombra, antes de caer extenuado.

Foto de Portada: El Sueño de la Razón produce monstruos, Francisco de Goya, 1799