Los Monstruos de Jack

Empiezo el año recuperando un relato de mi antiguo blog. 
Cuando abrí este espacio, me prometí a mí misma que sería un lugar donde crear un futuro y no para mirar atrás. Quería colgar relatos inéditos y originales que me causaran orgullo. El relato que publico hoy es uno de mis favoritos; tanto que desde que volví a escribir me persigue una y otra vez. Lo leo y releo esperando no sentirme identificada, pero lo cierto es que cada vez que me pongo delante del ordenador frente a una hoja en blanco, me siento un poco Jack. 
Y como Jack, a veces me dejo llevar por la imaginación  y galopo por los Cerros de Ubeda en lugar de centrarme en el presente, en la tarea que tengo entre manos.
Imagino que desde mi cabeza, Jack me está gritando que no quiere caer en el olvido. Y sinceramente, a mí tampoco me gustaría. Por eso, y porque ya he terminado el siguiente relato que veréis publicado y por lo tanto no es una simple excusa para ocupar una entrada más, vamos a dejarle el espacio que se merece en este blog. Para siempre.
Que lo disfrutéis.

LOS MONSTRUOS DE JACK

Jack tenía que escribir. Tenía que ser ya. Hacía unas cuarenta y siete horas que su cabeza no reposaba en una almohada, pero ese no era un factor importante. Su editor le presionaba, los plazos le ahogaban. Y la sombra sin rostro volvía a acecharle desde el rincón. Tenía que escribir. YA.
Dejó la estilográfica unos segundos y alzó apenas la cabeza. El sol del mediodía se colaba por la ventana, iluminando gran parte del suelo de la habitación. Allí estaba. En el único punto sin luz. Erguida como un poste. Con sus ropas de material ectoplásmico plegadas entorno al cuerpo, como aquellas estatuas griegas de togas impecablemente plisadas. La habría confundido con una, si cada vez que sus dedos se despegaban de la pluma, su demonio particular no se deslizara en su dirección. Su paso era lento, muy lento. Pero, aún así, acabaría llegando.
Los ya familiares sudores fríos le cubrieron el cuerpo y oyó el resuello de su respiración acelerada en la quietud del despacho. Sus ojos volvieron a clavarse en la hoja llena de garabatos y la pluma volvió a ponerse en marcha. Hilaba frases sin sentido, mientras las conexiones neuronales de su cerebro bullían de actividad en detrás de sus ojos, con el único fin de provocarle dolor. Inspiró profundamente un par de veces, dirigió los pensamientos de su materia gris a la ralentización de las vías circulatorias. Su pobre corazón no resistiría más tiempo un bombeo semejante. Pero para la actividad errática de sus dientes en la carne interior de sus mejillas, no había freno alguno. Sabía que no sería capaz de parar hasta que el sabor de la sangre bañara sus papilas gustativas.
—Tengo que seguir —su voz salió como un suspiro tembloroso—. Tengo que seguir.
Por la puerta abierta del despacho apareció su musa, su mayor fuente de inspiración, la diosa arcaica que tantas veces le había susurrado frases magistrales al oído. Su rostro era una expresión pétrea, llena de poder, de inefabilidad. Era deliciosamente hermosa. Una belleza terrorífica. Pensó que la luminosidad que emanaba espantaría la oscuridad que le acechaba. Quizá para siempre. Sin embargo, pasó de largo por delante de su escritorio. El instante que sus rayos de sabiduría le alcanzaron, se sintió colmado de ideas. Pero cuando cruzó frente a la sombra, ésta pareció tragarse el torrente de ideas que se desprendía de ella. La vio abrir la ventana y esfumarse en el paisaje insólito que detrás de esta se desarrollaba.
Una guerra. En un extenso paraje yermo, de tierra negra y marchita, salpicada de miembros mutilados, que se confundían con las rocas. Los ejércitos del duque —sí, era un duque—, masacraban a los soldados reales con sus picas y espadas. A lo lejos, las catapultas soltaban su carga que se estampaba contra la piedra del castillo. Las llamas ascendían por la torre del homenaje y se elevaban por las almenas maltrechas. El rey perdía.
A Jack no gustó aquella historia y pensó que podría hacer algo bueno de ella. Extendió la mano hacia la ventana con intención de poner manos a la obra. Pero cuando su piel se introdujo en aquel mundo, la escena se deshizo en mil pedazos y se escurrió entre sus dedos como si de las arenas del tiempo se tratase.
La habitación volvió a ser silenciosa, la quietud únicamente rota por la electricidad que iluminaba la lámpara y el maldito demonio avanzando a milímetros, amenazándole en silencio con su vacía presencia. Los nervios le estaban jugando una mala pasada cuando sintió el roce de unas uñas en los muslos, bajo el escritorio.
Allí estaba ella, la estrella de su próxima novela. Una hermosa súcubo de cabellos como antorchas y ojos que despedían fuego. Trepó despacio por sus piernas y se sentó a horcajadas en su regazo. Jack no podía apartar la mirada de la trenza de cuero que apartaba el pelo de su frente, más que nada porque era lo único que la cubría. Pero sí se encontró capaz de acariciar su piel hecha de todos los materiales del infierno y de dejar que su lengua le trazara arabescos en el cuello. La dejó, como tantas otras veces, robarle momentos que no le pertenecían, tiempo que no tenía.
 La empujó con fuerza al suelo, amortiguando el ruido del golpe con el gruñido que se gestaba en sus entrañas. Agarró de nuevo la pluma y las frases sin sentido empezaron a cobrar coherencia en su cabeza. Se percató entonces de la grandeza que tenía frente a él, que había salido de su interior. Imaginó cómo sería aquel manuscrito terminado, pulido. Unas cuatrocientas cincuenta páginas que le llevarían a la gloria. Simuló un apretón de manos con su editor, que alababa la obra y su suerte por haber encontrado un autor como él. Le palmeaba la espalda frente a multitud de cámaras, flashes que le cegaban y opacaban la larga fila de sonrisas que esperaban su turno para la firma de ejemplares. Tendió la mano para empezar con el ritual, pero sólo recibió el frío roce de un material que no estaba vivo; que le congelaba la piel y le trepaba como una serpiente ártica hasta cubrir con hielo todos sus sentidos. El velo de la ilusión se hizo añicos con la baja temperatura y pudo ver al diablo delante de su escritorio, sosteniendo su mano alzada entre volutas de humo.
—¡Mierda! —gritó ante el dolor que sintió al soltarla.
Tan fuerte lo hizo que las ruedas de su silla le alejaron del papel, el instrumento que le salvaría de las fauces de la locura. Volvió a él temblando, cubierto de sudor, con el pecho agitándose y el pálpito del corazón haciendo eco en la boca de su estómago, en la garganta y tras sus ojos. La migraña era ya una realidad después de tantas horas sin descanso, de lucha continua contra monstruos y sombras. Acogió todos aquellos síntomas con regocijo. Eran mejor que el vacío interior, la negrura infinita. Significaba que todavía tenía tiempo para mantener la cordura. Aunque estaba prácticamente encima.
El día había dado paso a la noche y el sol se alzaba ahora en el este. La distancia que le separaba de su tormento era ínfima y el documento continuaba incompleto. Escribió bajo la mirada atenta del ser que se componía de vacío y las letras que su mente unía en palabras, se impregnaban en el papel como pequeñas huellas de tinta. Los trazos volaron sobre el folio en blanco y Jack hizo lo imposible por ignorar las voces que le llamaban desde la ventana, los tirones ansiosos de la súcubo y los susurros de aquella parte de su cabeza que tanto le costaba mantener encerrada.
Le quedaban apenas unos minutos para que la oscuridad se abriera paso a través de su espalda. La piel de la nuca estaba erizada por el aliento invisible, su corazón se había convertido ya en una masa pulsante con un alto nivel de taquicardia y la falta de oxígeno, a pesar de las cien respiraciones por minuto, le estaba saturando el cerebro. Pero la mano continuó moviéndose casi por propia voluntad; los pinchazos de dolor no consiguieron apartar su atención de la obra. En un último esfuerzo de inspiración desatada, consiguió poner la palabra FIN y vio desvanecerse a la sombra, antes de caer extenuado.

Foto de Portada: El Sueño de la Razón produce monstruos, Francisco de Goya, 1799