LAS FLORES DEL PLACER
—¿Por qué orquídeas, Zach?
—¿Cómo?
—Vienes todas las semanas; los jueves, y me pides una orquídea, la más
fresca que tenga. Da igual el tamaño, la forma o el color. Tiene que ser la más
nueva. La envuelves en tu mano como si fuera tu bien más preciado y te sonríes
como si ambos compartierais un secreto. Una semana después, vuelves y todo
empieza de nuevo. ¿Por qué no azucenas, margaritas o rosas?
Angela dejó el cambio sobre el mostrador e intentó no apartar la
mirada de su cliente más fiel. Zachary parecía algo más que incómodo mientras
lo recogía y se llevaba la mano al interior del bolsillo de los vaqueros. Un
músculo palpitaba nervioso en su mandíbula. Se arrepintió en ese momento de la
curiosidad que la había empujado a preguntar algo tan personal, cuando le vio
cuadrarse frente a ella como una estátua, una arruga marcada entre sus cejas.
—Vas a pensar que estoy loco.
Los labios de la mujer se curvaron en una leve sonrisa y su boca la
traicionó de nuevo.
—Bueno, ya creo que lo estás.
Zach dejó escapar la tensión de su pecho con una risa baja y ronca que
le secó la boca e hizo que su pecho temblara. Vivía por esos momentos robados.
Dejaba pasar los días uno a uno, como un autómata programado que solo los
jueves tenía la capacidad de mirarse al espejo, elegir su mejor vestido y
arreglarse para recibir a aquel que le daba cuerda. En los cuatro meses que ese
hombre llevaba visitando su floristería había sido más consciente de su ser
femenino que el los veintiséis años anteriores. Y ahora lo estaba echando todo
a perder.
—No lo entenderías si te lo contara, Angela —susurró él al fin,
apoyándose en el mostrador de cristal, envolviendo con la mano libre la flor
que tanto le obsesionaba. La observó con avidez antes de alzar la mirada y
clavarla en sus labios cubiertos de carmín—. Tendrías que verlo y… sentirlo
para poder comprenderlo.
Aisntió al tiempo que volvía la cabeza en dirección a las violetas
africanas del expositor, más para ocultar su desencanto que por timidez. Había
sido una tonta al pensar que compartiría su secreto con ella.
—Tendría que ser en mi casa —continuó Zach en un susurro, inclinándose
unos centímetros más hacia el interior del mostrador—. Es el mejor lugar.
El corazón de Angela hizo un triple salto mortal. Tragó despacio y le
vio seguir el movimiento de su garganta, sus preciosos ojos grises deslizándose
aún más abajo. Se mordió el labio inferior para evitar mostrar la sonrisa de
felicidad que ya se había insinuado en las comisuras. No podía creer que
aquello estuviera pasando.
—Queda media hora para cerrar —echó un vistazo a la calle desierta,
bañada por la lluvia y se encogió de hombros —. Aunque no creo que nadie en su
sano juicio vaya a salir a la tormenta por un ramo de flores.
—Yo lo hice.
En esa ocasión, Angela dejó que sus
labios se curvaran hasta sentirlos tirantes.
—Pero ya sabemos que tú estás loco —Zach le guiñó un ojo, juguetón,
como solía hacer nada más cruzar la puerta de la floristería—. Dame solo un
minuto.
Entró en el pequeño almacén y cerró la puerta. Se apoyó en ella un momento,
lo justo para llevarse las manos a la boca y detener el grito de excitación que
se moría por soltar. Luego corrió al baño donde se arregló el pelo y se retocó
el maquillaje. Por último, se detuvo a observar su imagen en el espejo.
Brillaba de felicidad. El pelo se le ondulaba algo salvaje entrorno al
rostro y el pecho subía y bajaba ansioso, apretándose contra la tela de la
blusa. La curva de sus senos se alzaba por encima del último botón abrochado y los
pezones se insinuaban ligeramente, ni siquiera las copas del sujetador eran
capaces de ocultarlos. Echó los hombros hacia atrás, se sentía una triunfadora.
Y en un arrebato de osadía metió las manos bajo la falda y se sacó las bragas
con cuidado de no engancharlas en las medias sujetas en lo alto de los muslos.
Eso para compensar la ausencia de tacones. Salió a la tienda sintiéndose
perversa por disfrutar de la sensación de la fina tela en sus nalgas desnudas.
Zach observaba la calle de espaldas a ella, con un hombro apoyado en
el cristal de la puerta y se permitió el lujo de admirarlo tan solo unos
segundos. Llevaba una camiseta de manga larga, ajustada a su espalda musculosa.
Los vaqueros envolvían sus piernas como si se los hubieran hecho a medida. No
era un hombre pequeño, en ningún sentido. Angela casi se arrepintió de haberse
quitado la ropa interior cuando empezó a humedecerse entre las piernas.
—Ya estoy —su voz sonó más aguda de lo que le hubiese gustado.
El se giró lentamente y su repaso a cuerpo completo tensó aún más sus
entrañas. La sonrisa de satisfacción que curvó sus duros labios la dejó sin
respiración.
—Vamos.
Salieron y el viento les golpeó con furia, mojándoles de agua de
lluvia a pesar de estar debajo de una cornisa ancha. Echó la llave con las
manos temblorosas, pero no por el frío. El ambiente era cálido a pesar de la
tormenta de verano. Zach no lo entendió así y la acercó rodeando con un brazo
la cintura.
—¿Preparada? —dejó que el escalofrío sacudiera su cuerpo y se mordió
el labio para no gemir. Asintió—. Entonces, ¡corre!
Por suerte vivía a la vuelta de la esquina, distancia suficiente para
que la violencia de la tormenta les empapase la ropa. Corrieron cogidos de la
mano y no se soltaron cuando entraron al portal. El ascensor llegó y no salió
nadie. Angela agradeció que tampoco entraran cuando el hombre por el que había
suspirado los últimos cuatro meses —toda una vida—, la envolvió en un abrazó y
arrasó su boca en un beso feroz. Se dejó invadir por su lengua, saliendo a su
encuentro en una lucha que ambos habían ganado de antemano. Jadeó cuando la
chupó, la lengua, los labios; parecía un hombre hambriento y ella tenía más
hambre aún. Sintió su mano en el pecho. Se arqueó contra él y de un tirón le
deslizó la prenda por un hombro. Un pecho quedó al aire, el pezón apenas
cubierto por la media copa del sujetador de encaje. Zach gimió al introducirlo
en su boca y chupar y chupar…
Cuando sonó el timbre en el sexto piso, el hombre había conseguido
recomponer sus ropas, pero la lascivia aún tensaba sus rostros.
El apartamento era amplio, nada ostentoso, aunque a Angela le traía
sin cuidado y por lo visto al hombre también ya que no se molestó en hacerle la
obligada visita guiada. Se limitó a dejar las llaves en el recibidor, sacar la
orquídea de la caja en la que venía protegida para el transporte y dejarla
sobre la mesa, frente a un espejo. Ambos la observaron en silencio y sin
tocarse.
—Para mostrarte el secreto de la orquídea necesito que confíes en mí…
y te quites las bragas.
—No llevo bragas —respondió en un susurro.
Zach sí la miró en ese momento como un depredador a punto de
avalanzarse sobre su presa. Y sin previo aviso coló una mano bajo la falda y
ahuecó su carne desnuda. Se vio lanzada al borde de la mesa donde apoyó el
trasero y las manos. Y allí abrió las piernas con un siseo de placer.
—Dios, no. No llevas —la voz del hombre se había vuelto aún más ronca
por el deseo, el mismo que abultaba sus pantalones de una manera deliciosa.
Angela se agarró al borde de los vaqueros y le atrajo hacia sí, mientras su
mano le quemaba y ella se mecía sin pudor contra ella—. Despacio, pequeña —se
apartó de ella, dejándola ansiosa y frustrada, se le escapó un gruñido de
disgusto—. Todavía hay algo que debes aprender.
Agarró sus caderas y la hizo volverse y apoyar las ingles en el borde
de la mesa. Miró la solitaria orquídea y ya no sintió envidia de ella. Ahora
aquel hombre sería solo suyo. También vio reflejadas las manos de Zach junto a
sus caderas en el espejo que había colocado tras la flor. Vio los dedos
deslizarse sobre su cuerpo y obligarla con suavidad a inclinarse sobre la
madera. Después, le levantó la falda, dejando al aire sus caderas, sus nalgas y
su sexo enardecido apuntando hacia arriba, hacia él.
—Mira la orquídea, Angela —cómo podía hacerlo si él se estaba
desabrochando los pantalones en ese momento—. Necesito correrme antes de hacer
esto, pero no tardaré. Y te enseñaré eso que tanto quieres descubrir.
El último botón saltó del ojal y su pene se irguió duro y orgulloso.
Cerró los dedos y empezó a darse placer con fuerza y rapidez. De ningún modo
ella observaría la flor mientras pudiera ver su corona violácea entrando y
saliendo de su puño apretado. Se extendía la humedad al tiempo que friccionaba
y muy pronto por la habitación se extendieron los gemidos y chasquidos de su
piel. Angela observó sus caderas estrechas por el espejo, apretando los pechos
doloridos contra la mesa y respirando agitada como si fuera su vagina y no la
mano del hombre la que envolvía la erección. De hecho su vagina se estaba
apretando y contrayendo al ritmo hipnótico de los envites. Sentía el flujo
resbalando al exterior y secándose al aire solitario.
—Joder, Zach, fóllame —rogó entre jadeos.
—Todavía no —se escondió detrás de su cuerpo y la imagen de su polla
hinchada desapareció del espejo. Un segundo después se agarró a las nalgas
desnudas y su semen la empapó entre gemidos. Fue una corrida rápida e intensa
que parecía no tener fin y que la dejó completamente necesitada..
Apenas hubo terminado cuando los dedos masculinos esparcieron su
semilla por el interior de los muslos, sus nalgas, las ingles, evitando
cualquier contacto con su centro inflamado que seguía contrayéndose y rogando
por sus caricias. Zach volvió a moverse y su pene aún duro, aunque no tanto,
quedó de nuevo a la vista en el espejo.
—La orquídea, Angela. ¡Ahora!
Ella gimió, pero le obedeció con la esperanza de que la satisficiera
si ella le complacía. Fue entonces cuando empezó la verdadera tortura.
—Compro orquídeas, pequeña, porque son iguales que vuestros sexos —sus
dedos no dejaban de recorrerla, como le había visto hacer con la flor en su
tienda—. Son la manera que tiene la madre naturaleza de exaltar la belleza de
la vulva femenina y yo no sería un hombre si no me empalmara cada vez que veo
una —se apretó a su espalda, inclinándose sobre ella para poder susurrar en su
oído—. Y joder si no se me pone dura cada vez que voy a tu tienda y me ofreces todas
y cada una de las vulvas con tus pequeñas manos. Cómo lo miras, inconsciente de
lo que estás viendo, inconsciente de que cada flor que me llevo es un paso más
hacia la que realmente quiero —apoyó toda la mano abierta sobre su caliente
sexo y lo frotó con fuerza—, la única que deseo. La tuya, Angela.
La presión en el vientre empezaba a ser insoportable. Le daba igual
que la orquídea fuera su coño. Lo que quería era que empezara a dedicarle
tiempo en el acto.
—Por favor —rogó en un susurro.
—Todavía no lo entiendes. Mírala bien —Angela lo hizo. Ya lo había
hecho en la tienda pero esta vez le prestó más atención. Era un ejemplar
perfecto de Cymbidium, de largos sépalos
rojizos, como desteñidos, al igual que los pétalos. En la parte central, el
labelo se rizaba en los extremos. La parte baja era granate como terciopelo, la
superior amarillo intenso. En el centro se erguía el ginostemo, que envolvía la
antera, protegiéndola del exterior. No encontraba el parecido por más que lo
intentaba, y Zach lo notó—. No lo ves, ¿verdad?
—Lo siento, no.
—No importa. Te lo mostraré —sus dedos se abrieron y acariciaron la
parte sensible de los muslos, justo en las ingles. Alzó más el trasero de forma
inconsciente—. Esta parte serían los sépalos de la flor. Tócalos, como yo te
toco a ti —la mujer alargó una mano y se sorprendió de la textura gomosa de la
flor. Pasó las yemas de los pulgares desde el interior hacia el exterior de la
misma forma que él hacía en ese momento—. Muy bien, pequeña. Pero tú tienes
algún que otro sépalo más— y de improviso una mano descendió hacia su pubis
depilado mientras la otra abría sus nalgas. No esperaba que su lengua decidiera
jugar en ese momento con la hendedura oscura entre ellas. Ni que descendiera
poco a poco por el perineo, nunca adentrándose en su necesitada vagina.
—Oh, Dios —jadeó.
El hombre atormentó su entrada posterior con la lengua hasta hacerla
temblar.
—Continuemos con los pétalos —Angela movió los dedos por los grandes
pétalos centrales, de un rojo más intenso y contuvo la respiración cuando Zach
agarró sus labios mayores y empezó a frotarlos—. Tienes unos hermosos pétalos,
pequeña —sintió su aliento en ellos antes que los dientes. Dejó caer la frente
sobre la mesa y movió las piernas inquieta, agitándose por estar más cerca de
él. Cada toque de su lengua, cada pellizco era una tortura destinada a llevarla
única y exclusivamente a la locura. Y lo estaba consiguiendo—. Mmm, aspira esa
fragancia, Angela, deja que te envuelva y te impregne, deja que te ate a ella
para siempre.
De improviso hundió completamente el rostro en ella, aspirando y con
la boca abierta, abarcándola por completo. Curvó los dedos contra la madera y
no reprimió el grito de placer que provocó su lengua ansiosa. Tan
repentinamente como la asaltó, se detuvo y pudo ver a través del espejo cómo se
alzaba de nuevo tras ella. Tenía toda la parte baja del vientre oculta por su
trasero, pero la muñeca estaba otra vez ahí, agarrándose el miembro que ella
deseaba clavado en su interior.
—Joder, Angela, estoy duro otra vez —se apoyó en ella y deslizó su
larga y gruesa verga arriba y abajo contra ella—.¿Puedes notarlo? ¿Sientes lo
necesitado que estoy por ti? —la mujer intentaba absorberlo a su interior, pero
él se apartó cuando estuvo bien empapado en sus jugos.
Angela ahogó un sollozo contra la mesa. De improviso se sintió alzada
y él cambió su postura a boca arriba sobre la mesa, apoyada en los codos y
antebrazos. Zacha la sujetaba por la espalda con una mano mientras la otra
recorría el interior los muslos arriba y abajo.
—Desabróchate la blusa —casi se arrancó los botones en su ansia por
complacerle. Fue él quien se deshizo habilmente del broche delantero del sostén—.
Arriba las rodillas y abre las piernas.
Se abrió a él como los pétalos al sol, tirante y ansiosa por que sus
rayos la colmaran. El hombre se situó entre sus piernas y olvidó por un
instante lo que había entre ellas mientras sostenía sus pechos hinchados, doloridos.
Pero su miembro sí se dejó caer justo en su centro y él restregó el purpúreo
glande como al descuido.
—Zach, por favor, no puedo soportarlo —echó hacia atrás la cabeza y
gritó cuando al acercarse para llevarse los pezones a la boca, su polla se
clavó hasta la base, tan adentro que le sintió susurrarle en las entrañas. Se
quedó allí quieto mientras endurecía la lengua y hacía bailar las cimas
doloridas de sus pechos, mientras pasaba la cabeza de uno a otro y los alzaba
con sus manos. Pasaba de uno a otro ignorando que ella se contraía entrono a su
miembro y espasmos de auténtico deleite le recorrían los muslos.
Había estado al borde del orgasmo y cuando se alejó de nuevo,
dejándola tan vacía como al principio, se sintió desfallecer.
—No, por favor, por favor —alargó una mano hacia él, pero el hombre
volvió a sujetársela contra la mesa y ese era el único lugar en el que
permanecían unidos.
—Sigue rogando, pequeña —le susurraba al oído mientras su letanía no
cesaba. Recorrió el tendón del cuello con la lengua—. Me gusta oírte.
Siguió haciéndolo mientras las sacudidas de sus desesperadas caderas
no la llevaban sino al aire. En un ínfimo momento de lucidez, supo que aquella
tortura no terminaría hasta que escuchara todo lo que él tenía que contarle
acerca de su fetiche con las orquídeas. En un esfuerzo sobrehumano, llevó una
mano hacia atrás y agarró la flor sin mucha delicadeza. El se apoyó en su
vientre, para evitar que el impulso la acercara lo más mínimo a su sexo. Su
mano abierta contra su piel era todo un asalto a sus sentidos, pero se forzó a
ignorarlo mientras observaba los pétalos carnosos, el labelo curvándose entorno
al ginostemo, éste hinchado a punto de abrirse, de entregarse…
—¡Oh, Dios! —lo entendió todo y vio la satisfacción reflejada en su
rostro cuando él lo supo. Los anchos dedos descendieron de nuevo a su
entrepierna, a inflamar el deseo que no se había apalacado sino un ápice—.
Zach, el labelo.
—¿Sí? —los labios masculinos se curvaron ligeramente. Angela pasó el
pulgar por el pétalo central y el hombre imitó el movimiento entorno a la
hendedura de su vajina.
—El labelo son los labios menores y… y, la antera es… es…
No pudo seguir hablando porque sus dedos por fin habían alcanzado el
lugar donde su inflamado clítoris se escapaba de su vaina. Lo acarició y
pellizcó, bajaba por sus delicados labios, empapándose del néctar que escapaba
de su cuerpo, para humedecerlo y seguir acariciando, pellizcando. Sin dejar de
esparcir sus jugos, se arrodilló de nuevo, esta vez frente a ella y lo tomó en
su boca con mucha delicadeza.
—Sí, Angela —pasó la lengua por él, moviéndolo de una forma que la
hizo jadear—. Es tu clítoris, duro, hinchado. Creo que si sigo excitándote me
llenaría por completo la boca.
Se llenó con ella. Dejó de sujetarla y la mujer pegó la espalda
completamente a la madera. Inclinó el cuello hacia atrás y vio su reflejo
invertido en el espejo, los pechos con las puntas enhiestas y entre sus
piernas, la morena cabeza moviéndose incesante, sus manos acunándola y
acercándole aún más.
—Lo entiendo, Zach —susurró entre jadeos—. Ahora lo entiendo todo.
El se irguió en ese momento, se sacó la camiseta de un tirón y guió su
erección, de nuevo gruesa y palpitante al sitio donde ella más lo deseaba. La
penetró de una sola embestida y esta vez no se detuvo sino que con sus embates
profundos empezó a acercarla al paraíso.
Se sintió febril y llena de poder. Le atrajo aún más con los talones y
salió a su encuentro ansiosa de alcanzar lo que le había estado negando
demasiado tiempo. Le apretó en su interior y le oyó jadear. Volvió a hacerlo,
una y otra vez, hasta que su cuerpo tomó el mando de sus sentidos y el orgasmo
la arrastró sin piedad en una serie de convulsiones que la dejaron dolorida y
muy muy satisfecha. El la siguió en su placer, agarrándola por los muslos y
empujando con fiereza. Se dejó caer sobre ella, respirando con fuerza.
Angela sonrió ampliamente antes de rendirse al agotamiento. ¡Oh, sí!
La lección había merecido la pena. Ahora, cada jueves, cuando él se acercara a
la tienda para llevarse su orquídea, tenía muy claro cuál iba a entregarle.