Sadi
Carnot aseguraba que su popularidad como presidente de la III República
Francesa se debía a los sabios consejos de la bruja. Jules, por su parte,
estaba seguro de que si el pueblo algún día se enteraba de la asiduidad con la
que sus gobernantes buscaban los consejos de una charlatana, el alzamiento
sería inminente. Cada vez que en los descansos de la Asamblea oía el nombre de
Solange Levallois, se veía en la plaza de la Concordia íntimamente abrazado a
una resucitada Madame Guillotine. Y
un buen día de diciembre, sucedió lo que más había temido: tuvo el honor de que
le nombraran mensajero.
Y es
que la bruja no hacía adivinaciones frente a la persona que lo solicitaba, sino
que requería la presencia de un tercero, una persona ajena a la lectura que no
sólo tenía el placer de verla en acción, sino que además corría con todos los
gastos. Gracias Marie François Sadi Carnot, president,
mon president.
No
tenía aspecto de bruja; eso fue lo primero que pensó Jules al verla. Claro que
nunca había visto una bruja antes, por lo que solo podía basarse en las
descripciones creadas en la superstición. Ninguna de ellas le había preparado
para Solange Levallois.
Frente
a las historias de hechiceras viejas, sucias y verrugosas, la Levallois disfrutaba de una juventud asombrosa y una belleza
deslumbrante. El vestido de seda verde esmeralda con bordados en negro,
realzaba su piel blanca y dejaba a la vista que aquella mujer no era amiga ni
de modas, ni de corsés. Llevaba el pelo suelto hasta la cintura, con tan solo
unos mechones recogidos en las sienes, de un negro tan profundo que rivalizaba
con el del encaje que la adornaba. Pero eran los hoyuelos que aparecían con su
sonrisa los que le daban el aspecto de una niña traviesa y no la hechicera que
todos aseguraban que era. Eso o que la escena que pudo captar nada más abrir la
puerta, fue la de una bruja risueña que salía a su encuentro con la mano
derecha extendida; impecablemente vestida —como era un caballero, no se había
fijado en la falta de corsé—, pero descalza.
—Buenas
tardes, monsieur…
—Fournier,
Jules Fournier. A su servicio madame.
—Todo
un caballero, debí suponerlo —la mujer ladeó la cabeza y le escrutó con sus
increíbles ojos verdes—. Carnot siempre me envía caballeros.
La
manera en la que le dejó plantado en el vestíbulo y caminó hacia una sala que
se perdía tras el pasillo, le hizo intuir que aquella apostilla no era
precisamente un halago. Jules dejó el abrigo, la bufanda, los guantes y el sombrero
al mayordomo y siguió a la muchacha.
El
cuarto al que le precedió, y el que supuso sería su sala de adivinación, tenía
su encanto. El suelo estaba plagado de alfombras orientales y de las paredes
pendían brocados y terciopelos que habrían hecho las delicias de cualquier aristócrata
del siglo XVIII. En el centro se alzaba una enorme mesa redonda de palisandro
taraceado en nácar. La rodeaban ocho impresionantes sillas de estilo imperio.
Varios candelabros de bronce se diseminaban por la habitación y un par de
incensarios derramaban su esencia. Aquel lugar olía a palo santo, igual que su
dueña.
—Poneos
cómodo, monsieur Fournier, voy a
prepararlo todo.
Fue una
manera sutil de decirle que se había percatado del escrutinio y que sabía que
le había impresionado. Una doncella
entró con una bandeja y le sirvió una copa junto a un diván. Era una
muchacha bonita de rosadas mejillas y aspecto inocente. Le dirigió una sutil
sonrisa antes de salir y él se la devolvió. Mientras, Solange sacaba una caja
envuelta en terciopelo púrpura de una consola. Con ella fue a la mesa y Marc se
preparó para observar en silencio el ritual.
—¿Habéis
pasado unas buenas Navidades?
—¿Perdón?
Madame
Levallois le otorgó una sonrisa torcida y extendió el terciopelo encima de la
mesa. Después colocó dos portavelas en el centro separadas por más de un metro
de distancia.
—Disculpadme,
sólo pretendía conversar —e importunarle todo lo posible, por lo visto
—En
efecto, fueron buenas. ¿Las vuestras? —preguntó por cortesía.
—¡Oh,
fueron fabulosas! Me invitaron a un baile en Montmartre —le lanzó una pícara
mirada y continuó en un susurro—. En un molino.
Jules
se atragantó con el licor y tuvo que toser un par de veces antes de que el aire
volviera a pasarle a los pulmones. Esperaba que su rostro no mostrara todo el
horror que sentía. Pese a ser un hombre de gustos liberales, no creía que las
damas debieran pisar el Moulin Rouge.
Pero claro, Solange no era una dama, era una bruja. La baraja del Tarot que
dejó entre los candelabros fue solo una reafirmación de lo que ya sabía. Y los
hoyuelos con que le delitó su anfitriona dejaron patente que si tenía intención
de dedicarse a la política, más le valía practicar su cara de póker.
—Veo
que no charlaremos mucho más —la mujer se sentó en la única silla que destaba
sobre el resto por su robustez y su sencillo tapizado—. Ya podemos empezar.
Jules
se removió incómodo en el diván y observó a su alrededor con aprensión. No le
apetecía ver cómo la bruja dirigía toda la sesión de adivinación, pero aún así
se dispuso a acomodarse frente a ella.
—No es
necesario que os levantéis —le detuvo con un movimiento de los dedos—. Dada
vuestra predisposición, me hacéis el mismo servicio ahí sentado.
A Jules
le divirtió su descaro, quizá porque tras los pocos minutos perdidos junto a
ella, lo esperaba. Se sentía más cómodo cuando era capaz de predecir el próximo
movimiento de su interlocutor.
—¿Creéis
que mi disposición no es conveniente?
—Yo
diría nefasta, pero no tenéis que preocuparos. Soy una profesional y cumpliré
con mi trabajo.
Jules
sonrió ante su mordacidaz. La
Levallois parecía disfrutar acicateándole y Jules empezaba a entrar en materia.
Así que consintió en permanecer en el diván, pero solo porque sus cabezas
quedaban casi a la misma altura.
—Me
quedaré aquí entonces.
—Empecemos
de una vez.
La vio
erguirse en la silla y toda la ventaja que había creído ganar, desapareció ante
su gesto de determinación. Solange tomó las cartas y empezó a barajar. Sus ojos
no se apartaron de él en ningún momento; dos focos verdes en los que había
anclado toda su atención. La luz de la estancia pareció atenuarse con cada
latido del corazón, que se fue sincronizando al movimiento de sus manos;
blancas, marfil contrastando con el azul cobalto del anverso de los naipes. Las
pupilas de la mujer se dilataban poco a poco y Jules imaginó que aquella mirada
se clavaba en un lugar oscuro y profundo en su interior.
—¿Cuál
es la pregunta de monsieur Carnot? —la voz de Solange, antes tan común como la
de cualquier otra mujer culta de París, se derramó sobre sus sentidos como un
poderoso hechizo. Se sintió febril, asaltado por la abrumadora certeza de que
aquella hechicera le había hecho la más inofensiva de las preguntas, pero que
de la misma manera podría haberle ordenado que ingiriese una dosis de cicuta y
él la habría obedecido.
Durante
una eternidad, su conciencia luchó por encontrar sentido a sus palabras y no a
la belleza hipnótica de su tono. Aspiró una bocanada de aire, pero fue su
esencia la que inundó sus pulmones; dulce e intensa como los aceites que se
quemaban en las esquinas de la sala. Sus ojos no se apartaban de él y sus
labios, que ahora apreciaba gruesos y rojos modularon un nuevo asalto a sus
terminaciones nerviosas.
—La
pregunta, Jules Fournier —y su nombre en la boca de aquella mujer fue una
caricia que no llegó a despertarle del todo del trance que habían creado sus
movimientos.
—El
Señor Presidente desea saber qué le depara este año. ¿Su carrera seguirá igual
de fulgurante o por el contrario, los enemigos de la República sembrarán la
discordia en el país?
En su
estado de semi-hipnosis inducido por Dios sabría qué, a Jules le pareció
escuchar un «valiente estupidez». Pero en aquel momento no estaba seguro de
nada que no fueran sus manos inquietas y aquella voz de terciopelo que empezaba
a provocarle hormigueos en los muslos. Entonces, el vaivén de sus muñecas se
alteró y una a una las cartas se fueron mostrando sobre la mesa.
—Carnot
no tiene que preocupare por la popularidad de su gobierno. Siempre habrá
enemigos de Francia, pero tomará sabias decisiones que seguirán granjeándole el
cariño del pueblo.
La
adulación siempre funcionaba, pensó Jules aún medio en trance. Si sus palabras
eran ciertas o no, solo el tiempo lo diría y para entonces aquella mujer ya se
habría hecho con una fortuna. La vio llevarse el dedo índice a los labios rojos
y una fina arruga apareció entre sus cejas.
—Que se
cuide de los que creen que solo su sangre es pura —Solange levantó la mirada de
las cartas y la fijó en él—. No sé si eso tiene algún sentido para vos, yo no
le encuentro ninguno.
Sorprendentemente,
Jules sí se hacía una idea de lo que podía significar, pero mantuvo la boca
cerrada. La mujer hizo un mohín y volvió a ignorarle por completo.
—También
tendrá que ser cauteloso con las noticias que recoja del extranjero y los
negocios que allí puedan interesarle —sacó otras dos cartas que pareció colocar
muy juntas—. Lejos de aquí. No en Europa —arqueó una ceja y le observó de
nuevo—. ¿América del Sur?
«Panamá»
pensó, pero tampoco dijo nada esta vez. Solange colocó la bandeja a un lado y
cruzando las manos frente a ella, centró en Jules toda su atención.
—Poco
más me dicen las cartas. Ha sido una pregunta muy amplia, con demasiadas
variables. Nada en lo que poder concretar. Así es difícil hacer predicciones.
Jules
sonrió con malicia—: Y yo que pensé que así sería más sencillo.
Solange
sonrió también—: Por supuesto que lo pensasteis, no creéis en las cartas.
No iba
a negar aquello, pero tampoco se molestaría en defender sus creencias. Ni le
importaba lo que pensara aquella mujer, ni le interesaba iniciar un debate que
alargara su estancia en la casa de la bruja. Ya había perdido tiempo más que
suficiente. Se enderezó en el diván, dispuesto a terminar con todo ese teatro.
—Transmitiré
vuestras palabras al presidente y estoy seguro de que agradecerá la ayuda.
Decidme cuánto os debo y no os molestaré más.
—Las
cartas también nos lo dirán.
No se
molestó en coger de nuevo la baraja, sino que tomó la primera carta del mazo y
la llevó ante su rostro. Una media sonrisa empezó a insinuarse en sus labios,
hasta que los hoyuelos aparecieron de nuevo sin pudor alguno.
—Vaya,
vaya.
—¿Qué?
¿La suma es alta? —preguntó con rudeza.
—Interesante,
de hecho —y volvió la carta hacia él. El rey de copas le observaba hierático
desde sus manos—. No hay oro en este pago, monsieur. Las copas exigen placer.
—¿Placer?
—Jules estaba más confuso que intrigado—. Que os tengo que pagar con… ¿placer?
A pesar
de la sonrisa, el rotro de Solange tampoco parecía del todo satisfecho. Quizá
mostraba algo de la misma confusión que le embargaba a él.
—En
efecto, Jules Fournier. Con vuestro placer.
Tres
palabras que fueron su sentencia.
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