Desde las profundidades del abismo, te observaba deslumbrado por la
luz. Era solo un ser del infierno atormentado por el brillo que nunca sería
suyo. En la ausencia de color, la unión de todos ellos era regalo más preciado
y tú los llevabas relucientes en la piel. Miraba mis negras manos y temblaba al
pensar lo que sería deslizarlas por la curva de la nívea cintura, rodear el
cuello pálido y verme envuelto en la albura que tus brazos creaban.
Te deseaba y te odiaba, tan blanca en un mundo vetado para los que
eran como yo.
Tanta obediencia ciega, tanta candidez angelical. Por no plegarme a
las normas, entré en el único presidio eterno y en los arrebatos de furia tanta
blancura se asemejaba a la del cadáver, a la muerte en su versión más fría. De
qué servía tanta belleza si en lo más alto no te dejaban disfrutar de ella. Y
tú asentías y consentías, y en las normas te solazabas sin una mínima chispa de
vitalidad.
Luego brillabas envuelta en luz
y el deseo de mi alma oscura hendía en la carne hasta hacerme sollozar.
Si fue la intensidad de mi deseo o un ápice de lo que yo creía tu
escaso juicio, no sé qué provocó que cayeses a las puertas de la prisión. Tu
cuerpo postrado y lívido parecía una mortaja en su ataud, sólo el temblor de tu
pecho permitía la ilusión de la esperanza. Abriste los ojos entonces y estaban
tan ciegos como el resto de ti. Los enfocabas en el espacio que ocupaba mi
sustancia, pero dudaba que semejante inocencia llegara a captar siquiera una
brizna de la nada que era el mal.
Pero algo ocurrió. Y primero pálido, casi imperceptible, un un toque
de azul empezó a nacer y tus iris se inundaron de agua, fresca y calma. Rodeó
las pupilas blancas y se extendió hasta formar un aro perfecto. La esperanza
que había sido una ilusión estalló en mi pecho al comprender que aún podía ser
salvado.
El primer paso fue imperceptible, al siguiente tu forma etérea empezó
a definirse con el rubor de la aurora. El tercero te expuso a la sombra que
delineó apenas tus formas de mujer. Caminabas a mi encuentro y agarré las
lenguas de fuego que eran los barrotes de mi oscura cárcel. El ébano destacó
contra la brasa, que se hacía carbón en tu presencia. Tu nueva mirada heló
entonces el fuego y estalló en una miríada de esquirlas que cambió la forma de
aquella realidad.
Ya no era un páramo oscuro sino que renacía en verdes brotes que se
iban extendiendo en la lejanía, coloreando lo que antes había sido el vacío.
Caí en la tentación de tocar la fruta prohibida. El pulgar trazó los
contornos antes difusos de tu rostro. El ébano se iba asemejando a la caoba y
la aurora ya era carne entre mis manos. La llama que había consumido mi alma en
negro castigo amenazó con volver a destruirme. Y fue la frescura de tu esencia
la que templó mis instintos más bajos, redimiéndome una vez más.
Pero tú ya no eras tú, ni lo serías jamás. El nuevo ser que despertaba
se mostraba, si era posible siquiera, aún más hermoso en su terrenal
existencia. Exudabas luz en cada aliento, pero no era una luz que cegara, sino
un canto a la belleza en sus más delicados matices. En tus cabellos ondulados,
en los que se mezclaban la fuerza de la tierra y lo etéreo de los rayos del
sol; en tus pezones coralinos, tan sólo un tono más claro que tus voluptuosos
labios, aquellos que se posaron sobre los míos, con provocadores besos de
mariposa. Más oscura era tu lengua, ansiosa en el despertar del gusto, húmeda y
áspera contra mi piel.
Caímos en el prado y retozamos sobre el verdín, envolviéndonos en la
calidez de las margaritas amarillas. Nos mezclamos entre el barro y allí
descubrimos nuestras partes más oscuras, entre gemidos de impaciencia y
caricias enardecidas. Despertamos aquellos enclaves que, enrojecidos y húmedos,
se perdían en la negrura del misterio. Sacudidos y embriagados, fundiéndonos en
el calor de la vida.
Y vida creamos, completando los opuestos, derritiéndonos en un único
ser.
Foto de Portada: El Beso, Gustav Klimt 1907-08
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