Tu rostro permanecía impasible aquella noche, en el escenario, pero
las cuentas que pendían de tu cinturón tintineaban al son del temblor de tu
cuerpo. Ante la algarabía que reinaba en la sala después de la actuación del
bardo, tu silencio era una molestia indeseada. Las alabanzas a tu contrincante
dieron paso a las preguntas extrañadas.
—¿Qué hace ésta aquí?
—Habrá venido a dar la nota.
—Como si pudiera entonar alguna.
—¿Por qué no se ha quedado tejiendo, si es lo único que sabe hacer?
Y es que todos sabían que, en tu primer aliento, ningún sonido se
había escapado de tu pecho. Tu pequeña boquita se había abierto para soltar un
grito atronador, pero tan solo el aire había brotado de tu garganta. Tu madre,
poetisa del rey, te había amado, pero no donde pudieran verla. Tu padre, músico
de la reina, nunca te había ofrecido una palabra de consuelo; había respondido
con silencio a tu silencio. Sólo en el viejo telar encontraste consuelo,
reliquia olvidada de los que no habían podido demostrar su valía en el canto.
Trabajabas horas y horas, dando forma al hilo, vistiendo a aquellos
que te despreciaban, creando adornos para casas que nunca te invitarían a
visitar. Tejías el algodón hasta que te sangraban los dedos, rogando por caer
agotada al final del día y no soñar con esa voz que sólo escuchabas en tu
interior. Te hiciste una maestra en el arte textil, pero en aquel reino lírico
tu incapacidad nunca dejó de ser castigada. Hasta que te rebelaste a tu
destino.
—Es una lástima que en el teatro no le nieguen la entrada a nadie.
—Lo que me gustaría saber es cómo ha explicado que quería participar
en el concurso.
De la misma manera en la que lo ganarías.
Tu telar fue subido a la tarima central, mientras esperabas ansiosa,
haciendo esfuerzos vanos porque las piedras que colgaban de los flecos de tu
vestido, respetaran tu silencio. El escenario quedó desierto, salvo por tu
incómoda presencia y la de tu instrumento. Ocupaste tu lugar con paso firme,
frente a los hilos de raso real. Y antes de que la ausencia de música exaltara
a los espectadores conmocionados, empezaste a tejer.
Fueron las cuentas de tu cinturón las primeras en entonar la suave
tonada. Después lo hicieron los cascabeles de tus muñecas y tobillos. Y, más
tarde, los palos de lluvia que sabiamente habías escondido entre tus cabellos.
El raspar del peine marcaba la melodía central, pero era tu cuerpo el que
entonaba las notas certeras de un instrumento musical. Y mientras tus manos
acariciaban veloces la urdimbre de la tela y contaban el cuento de una mendiga
que se convirtió en princesa, el tapiz se fue creando, entre el silencio
asombrado de quien nunca lo había conocido y la melodía intensa que tus
movimientos emitían.
Y allí, en el elíseo de los bardos, ganaste el nombre que ahora luces
con orgullo. Te convertiste en la Tejedora de Historias. Y, cada noche a partir
de entonces, nos regalas canciones que nunca antes habían sido escuchadas.
Foto de Portada: I am half sick of shadows said the Lady of Shalott, John William Waterhouse, 1915
No hay comentarios:
Publicar un comentario